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La señora Mendoza me sonríe con la misma calidez que recuerdo de aquellos días de hace más de dos años, y quiero echarme a llorar porque entonces, mientras lo hacía, Samuel me abrazaba desde atrás y no dejaba de besar mi cuello, deseando, según me susurraba, llegar al apartamento que habíamos alquilado en esta ciudad que hacía tiempo nos rondaba la mente.

Me sereno, respiro hondo y miro al frente, a los ojos negros rodeados de pequeñas arrugas de piel oscura.

—Mara Guerrero, ¿cierto? —Su acento argentino me hace sonreír.

Lo llevo escuchando durante todo el trayecto hasta llegar aquí, pero en ella me resulta familiar. Asiento y me da una llave.

—Sígame. No dejo de pensar que su cara me resulta familiar, ¿es la primera vez que ha estado aquí? —Sale tras el mostrador, bajando la cabeza por el acceso de este, y camina hacia la puerta.

Mi estómago se encoge cuando tengo que responder. No quiero mentir, pero he venido para empezar… o para terminar aquí, y no quiero que el mundo, de lo que huyo al venirme de España, me recuerde constantemente quién me falta.

—Sí, así es —contesto en un tono bajo pero audible para la mujer, que me mira mientras camina hacia el frío exterior y me sonríe.

Arrastro mis dos enormes maletas y la sigo.

—¿Practica algún deporte de invierno? —Se vuelve y me mira, yo niego, cubierta por un gorro de lana rojo y mi enorme bufanda blanca que me tapa hasta casi los ojos—. Ahora solo están en los apartamentos usted y el señor Legere. En realidad Stephen vive aquí todo el año…

Mientras ella hace algún comentario sobre la ocupación de la semana que viene, que va a ser completa por el comienzo de la temporada de esquí, mis ojos se adaptan al exterior, a la oscuridad helada, y mis pies pisan la nieve provocando un crujido sordo.

Es todo muy diferente a como lo conocí, era verano cuando Samuel y yo vinimos a pasar una semana aquí, dentro del tour por Argentina. Éramos uno siendo dos, ahora soy una siendo… una, y todavía miro a mi alrededor buscándolo.

Quiero llegar a la cabaña, que sé que va a estar caliente y va a ser cómoda. Cuando hice la reserva escogí una que no se parece en nada a la que habité con Sam, porque no quiero ahogarme en recuerdos, suficiente tengo con mi cabeza y con mi anillo de la mano derecha que todavía no he sido capaz de quitármelo.

 

He colonizado el apartamento, es una de mis manías, me da igual si mi estancia se reduce a tres días o a tres meses. Samuel siempre se reía de mis miguitas por todos los sitios, decía que era una especie de pulgarcito y que lo hacía para no perderme de mí misma, aunque él temía que alguna vez no me encontrara entre tantas cosas.

La chimenea no estaba encendida cuando hemos entrado, pero la eficacia de la señora Mendoza ha hecho que cuando he bajado de la habitación esta estuviera refulgiendo con un cálido fuego rojo.

Mi nevera estaba llena tal y como pedí en mi reserva, y ahora estoy tomando una sopa caliente sentada frente al fuego, sin más ruido que el chisporroteo de la madera. Mis recuerdos quieren tirar de mí hacia la voz de Samuel, diciéndome que parezco un ratón entre tantas mantas bebiendo a pequeños sorbitos mi comida caliente. Inspiro y los devuelvo al fondo de mi cabeza, no quiero empezar a llorar de nuevo, ha pasado un año y, a pesar de lo que se empeñen en decirme, es muy poco para asumirlo, pero estoy viviendo mi decisión y no puedo comenzar llorando.

De repente la luz de la pequeña lámpara se apaga. Miro alrededor y me incorporo un poco para poder observar el exterior a través de la ventana. Parece que las cabañas de alrededor tampoco tienen luz. Un toque en la puerta hace que me ponga un poco nerviosa, la soledad cuando todo va bien crea unas sensaciones muy diferentes a cuando pasa algo que no comprendes. Me levanto y racionalizo la situación, será la señora Mendoza para decirme algo sobre el tema de la luz.

Abro la puerta y me encuentro a un chico alto que está sujetando una lámpara que simula los antiguos candiles, pero debe de ser bastante moderna por la luz que emite. Lleva un gorro de lana y un abrigo que parece más una cazadora de esquí. Me sonríe y yo le devuelvo la sonrisa de forma automática.

—Hola, soy Stephen. Me ocupo del mantenimiento de los apartamentos.

Tiene un acento extraño, como si su idioma fuera el inglés.

—Hola… Soy Mara.

Hago intención de sacar mi mano de debajo de la manta de pelo que me resguarda del frío; y él, intuyendo mi movimiento, la aprieta con su mano enguantada sin que yo tenga que exponerla a la intemperie.

—Encantado. Ha habido un corte de luz, vengo a avisarla de que seguro que hasta mañana no se resolverá. No se preocupe por la nevera porque el generador la mantiene encendida. Lo que no podemos asegurar es la calefacción, debería cargar bien la chimenea y dejar el tiro bajo para que se consuma poco a poco y mantenga la casa caliente.

—¿El tiro? —pregunto frunciendo el ceño.

Está muy claro que no soy ninguna experta con el fuego y las chimeneas.

—La palanca de la izquierda, si la mueve…

Ante mi mirada atónita, Stephen sonríe de nuevo, mostrando unos dientes perfectos tras unos labios enrojecidos por el frío.

—¿Me permite y se lo muestro?

Stephen me ha llenado la chimenea de leña, sin dejar que el fuego se sofocara, y ha movido hacia abajo una palanca metálica para cerrar el tiro, con el fin de que entre menos oxígeno y así, supuestamente, la combustión de la madera será más lenta y la cabaña se mantendrá caliente casi toda la noche.

Mientras lo hacía yo solo miraba y él explicaba cada paso que daba. Me he sentido un poco incómoda, pero no porque su presencia me violentara, al contrario, la firmeza que emana de ese chico es muy tranquilizadora, como si estar a su lado fuera sedante, mi incomodidad se ha debido a que sé, a ciencia cierta, que si Sam hubiera estado aquí él mismo se habría encargado de todo esto, y he necesitado a otro hombre en mi espacio para que lo hiciera.

En mi espacio ya no está Sam.

Una vez metida en la enorme cama de matrimonio, bajo las blancas sábanas y el ligero pero cálido edredón, lloro.

 

Han pasado tres días desde que llegué. Son las diez de la mañana y el sol está apareciendo por el horizonte. Lo veo desde la ventana del salón, me parece extraño vivir en un lugar donde apenas hay siete horas de luz, pero no es difícil, solo resulta algo… perturbador.

Me tomo mi café caliente después de comerme las galletas llenas de mermelada de frambuesa, Samuel siempre decía que era una exagerada y que las galletas eran la excusa para comerme la mermelada en esas cantidades. Siempre me reía cuando se daba la vuelta, tras discutir con él, porque llevaba razón.

Acabo de sonreír ante un recuerdo suyo, por primera vez en meses.

He decidido salir de mi cabaña, no voy a pasarme el día leyendo entre el salón y tapada hasta las orejas en la terraza mirando el canal de Beagle, hasta que se pone el sol antes de las seis de la tarde.

A pesar de no querer, he llorado un montón, y siento que mis ojos se han secado. No sé en qué momento fue, pero de repente mi cerebro se quedó sin filtro y comencé a revivir cada momento pasado con Samuel en este lugar.

Me cruzo con la señora Mendoza y me sonríe de esa forma amable mientras me da el «buen día», se lo devuelvo y continúo mi camino hacia la ciudad, pisando la nieve con mis botas de agua rojas hasta la rodilla. Me he puesto unos calentadores blancos por encima de los pantalones vaqueros, y ahora que siento el frío en mi cara sé que no he exagerado nada. Me encojo un poco hundiéndome más en la enorme bufanda roja de lana y, con dedos torpes por los guantes, bajo más el gorro casi quitándome la visión.

—¿Va a la ciudad? —Una voz a mi derecha interrumpe mi camino y me paro.

Cuando miro quién me habla, me encuentro con Stephen, el chico de mantenimiento. A la luz del día me doy cuenta de su sonrisa amable, y de sus ojos azules que transmiten una especie de serenidad en la que yo quisiera perderme. La quiero para mí.

—Sí, quiero dar un paseo antes de que el sol me gane de nuevo —admito.

Omito que necesito contactar con mi familia y mi amiga Nuria a través del mail, porque por teléfono simplemente me hundo al escuchar la compasión en sus voces.

Él parpadea y sonríe de forma muy ligera, sin enseñarme su dentadura, es como si le hubiera sorprendido en algo, y probablemente lo haya hecho porque es la frase más larga que le he dicho, a pesar de que cuando me ayudó con el fuego se pasó más de quince minutos en mi cabaña explicándome lo del tiro de la chimenea.

Esto hace que me dé cuenta de mi ostracismo personal.

—Si quiere puedo llevarla en la camioneta, yo voy hacia allí —ofrece con naturalidad.

—Oh…, no importa, quiero caminar —me disculpo.

No estoy segura de ser capaz de mantener una conversación de cortesía durante el trayecto.

—Puede caminar a la vuelta, va a tardar al menos una hora en llegar al centro andando —dice mientras abre la puerta del vehículo.

Pienso en lo que me ha dicho, no soy consciente de la distancia, con Sam hubo un día que hicimos el recorrido andando y no me pareció muy largo, claro que fuimos hablando sin parar, o más bien yo hablaba mientras él reía y replicaba. Fue muy divertido cuando en un momento dado, me subió a su espalda y me dijo que si me llevaba encima tardaríamos menos porque parecía que no sabía hablar y andar a un paso rápido.

—¿Viene?

La pregunta me saca de mis recuerdos de un golpe. Y, sin saber lo que hago, simplemente asiento y entro al coche, que está caliente y huele a madera, a resina, a naturaleza.

—No hay mucho movimiento estos días, pero espere a la semana que viene y esto empezará a parecerse a un hormiguero.

Miro al frente y sigo agazapada en los metros de lana roja que rodean mi cuello.

—Hay una diferencia notable entre el turista de verano y el de invierno, y no solo por lo abrigados que van —continúa sin esperar respuesta mientras maniobra por los caminos llenos de nieve como si condujera por asfalto limpio—. Yo he aprendido a apreciar el invierno de esta ciudad, algo que no esperaba cuando vine. Mi intención no era vivir aquí para siempre, pero las circunstancias cambian las decisiones.

Inspiro y asiento despacio, por el rabillo del ojo veo que me mira y siento que me ruborizo, como si me hubiera pillado haciendo algo que no debería hacer, como si darle respuestas a su conversación fuera inapropiado.

—A partir de la fiesta del solsticio, la ciudad despierta al invierno. Es un gran cambio después de cómo va perdiendo fuelle al terminar el verano. Aunque estoy acostumbrado a los inviernos de Montreal, aquí todo es diferente. Supongo que el hecho de poder tener el contacto continuo con la naturaleza me hace apreciarlo mucho más.

De repente, Stephen, el chico de mantenimiento, se redibuja de nuevo en mi mente como alguien con una historia detrás. No solo es el que ayuda a la señora Mendoza con las cabañas, parece ser un tipo que se busca la vida para estar en contacto con el entorno.

Samuel quería venir, entre otras cosas, por eso, por lo que este lugar representaba para él. Cuando soñábamos con venir aquí, él hablaba de cómo sería su empresa, buscando esas zonas para desarrollar su hobby favorito, la pesca deportiva, mostrando al turista los lugares, enseñando las especies, viviendo entre naturaleza todos los días… Y en invierno el esquí; Samuel era un gran esquiador, y odió cada negativa que le di cuando me proponía enseñarme. Durante años fue profesor en Pal, Andorra. Allí, en la ciudad de Andorra La Vella, nos conocimos. Le pareció curioso que no estuviera allí para esquiar, y que mientras mis amigas lo hacían, yo me pasara el día entre Caldea y las tiendas de la ciudad. Esa diferencia de motivaciones no evitó que nos enamoráramos el uno del otro en esa hora que pasamos tomando café, mientras yo esperaba a mis amigas y él pasaba su día libre comprando ropa en el centro.

—Las excursiones que se pueden hacer en verano son inagotables. Ver animales en su hábitat, tener acceso a los parques naturales que hay, realizar todo tipo de deportes; este lugar es una fuente inagotable de vida, al margen de lo que se pueda pensar por su ubicación.

Stephen se calla de repente y carraspea, veo como gira hacia la izquierda dejando la bahía y los enormes barcos a la derecha, para meterse en la ciudad.

El coche se para en un semáforo antes de tomar la calle que recuerdo como la principal, casi tan larga como la ciudad.

—Yo voy al otro extremo, si quiere puede bajar aquí.

Lo miro, su cara muestra un gesto neutro, con una mirada curiosa pero amable, sin intenciones de que yo cuente nada, correcta, agradable. Sonríe despacio y sube las cejas. Estoy muda, y tengo que decidir y responder, suficiente de mutismo y desconsideración con este chico.

—Me quedaré aquí, gracias por acercarme.

 

Mientras me tomo un chocolate en una preciosa cafetería de madera, acogedora y cálida, con los sonidos amortiguados que hay en un lugar así, apenas con gente, recuerdo a Stephen. Dijo que una hora y media más tarde pasaría por el cruce para volver a casa, me ofreció hacer el camino de vuelta con él, y yo le agradecí el detalle pero lo rechacé, alegando que necesitaba pasear un poco más.

De eso hace ya bastante, y sé que debo terminarme mi bebida, todavía caliente, y volver a casa… Al lugar que de momento es mi casa.

Abrazo la taza blanca con mis manos sintiendo como el calor del preciado líquido traspasa mi piel. He contestado a los correos electrónicos que me han mandado desde casa, apenas he contado nada, lo justo para hacerles saber que estoy de una pieza casi al otro lado del mundo.

Analizo un poco mi situación, algo que desde que tomé la decisión de venir no había hecho. Tengo muchísimo dinero, tanto que no necesito trabajar. Una herencia que cobró Samuel, más su seguro de vida, me han solucionado la mía… ¿Solucionar? Acabo de emplear el mismo término que usó mi abogado; me muerdo la lengua con fuerza, hasta que no lo soporto. Odié la palabra «solución» en aquel momento, y la odio ahora, porque no quiero esta solución, quiero a Samuel de nuevo conmigo.

Decidí venir porque esto era como un sueño para los dos, o más bien para él. Yo propuse que una vez aquí abriría una cafetería para ofrecer dulces y repostería, algo que me volvía loca hacer, y que podría haberlo hecho aquí o en la Conchinchina. Y ese «volvía» está bien empleado en pasado, hace un año que no hago ni siquiera una palmera al horno.

Era idílico; Sam con su pesca y su esquí, y yo con mis galletas y pasteles.

 

Llego a la cabaña pasadas las seis, por lo que ya es de noche, y preparo una sopa esperando poder tomármela bien caliente; el paseo hasta aquí, que tal y como me había advertido Stephen ha durado una hora, me ha dejado con los huesos helados.

Apago el fuego de la sopa, que podría llamarse potaje por todas las verduras que lleva, y llaman a la puerta.

—Hola, señora Guerrero. —La señora Mendoza aparece tapada con una enorme toquilla de lana gorda y un gorro calado hasta las cejas—. Vengo a invitarla a cenar, es mi cumpleaños y, como no me agrada celebrarlo sola, he invitado a Stephen y me gustaría que se uniera a nosotros, si no tiene inconveniente.

Siento su calor en la invitación, es como si intuyera la tristeza de mi corazón y quisiera abrazarme desde la distancia. Hay algo en mí que me empuja a aceptarlo, a pesar de que tengo la mente llena de excusas y la cena en mi cocina; quiero realmente empezar aquí, y no lo voy a conseguir si me encierro en mis recuerdos.

Llego a la cabaña de la señora Mendoza, que ha insistido en que la llame Julia, y al entrar me encuentro con Stephen de pie, frente al fuego. Se da la vuelta y me saluda con un casi inaudible «hola». Bebe de su copa de vino; y yo devuelvo el saludo con el mismo volumen.

Me quito la chaqueta gris, que está forrada con borreguito, y la dejo junto a mi gorro rojo y la enorme bufanda blanca. Me descalzo y dejo las botas al lado de los zapatos de Julia y de unas botas marrones de trekking, que supongo son de Stephen.

Me acerco al salón, donde el chico de mantenimiento ya se ha sentado frente al fuego y sigue con la copa de tinto en la mano.

—Steph, ofrece vino a la señora —dice Julia sacando la cabeza de la cocina.

Veo que la mesa está preparada y hay tres servicios, sonrío al ver que ya contaban con que iba a decir que sí.

Stephen, que veo que tiene una barba de un par de días en la que esta mañana no me había fijado, me ofrece vino y asiento.

—¿Qué tal el paseo por el centro?

—Bien —contesto de forma automática, mientras sujeto la copa que me ofrece, a la vez que cojo un pedazo de queso de un plato que trae en la mano.

Rozo sus dedos, y su calor me hace mirarlo a los ojos, que brillan con el reflejo del fuego y ya no son azules.

Su calma vuelve a ponerme ávida, ansiosa por quererla.

Mastico el queso y bebo de mi copa paladeando su sabor, hace que entre en calor, y me permite salir, solo un poco, de la necesidad que tengo de la tranquilidad que este hombre irradia, su hechizo y la tentación de perderme en ella es intensa.

Me vuelvo hacia el fuego y continúo degustando el vino, sin dejar de sentirlo alrededor, a pesar de que sé que no está cerca. Quiero perderme en ese sosiego, quiero que lo embotelle y que me lo venda por litros.

—Muy bien, chicos, aquí traigo la cena. —La interrupción de Julia hace que salga de ese embrujo sedante y nos acercamos a la mesa.

La cena transcurre entre silencios cómodos y momentos de charla poco trascendental. Yo he aportado poco, la verdad, los halagos escuetos a la comida y nada más, lo que hace que me pregunte varias veces por qué me ha invitado.

Tras saber que Stephen Legere, que es así como se apellida, además de ser el tipo de mantenimiento, es profesor de esquí en la temporada de invierno y guía de excursiones en una agencia durante el verano, siento que tengo que hablar, porque no es nada justa la postura de cotilla pasiva que estoy adquiriendo en esa cena.

—Yo no sé si me quedaré o me iré —digo de repente, verbalizando un deseo que se  ha ido formando en mi subconsciente con el paso de los días en  soledad en esta ciudad.

Mi voz suena algo ronca, y es normal porque me da la sensación de que desde que he llegado apenas he pronunciado diez palabras seguidas.

—Eres española, ¿verdad? —indaga él bajo una mirada curiosa de Julia, que rebota entre mi persona y el chico.

—Sí —acompaño el asentimiento con mi cabeza y miro mi plato.

Inspiro con cuidado de que no se me note que estoy haciendo fuerza para no abrir las compuertas de mi pasado.

No me preguntan nada más, no hay ni siquiera un carraspeo incómodo. Seguimos cenando y bebiendo vino, que ahora es blanco por el menú a base de centolla y merluza negra que está sirviendo Julia.

—¿Estarás para la fiesta? —pregunta la mujer mirando por encima de su copa.

—¿Qué fiesta? —Me limpio con la servilleta, después de tragarme el pedazo de pescado, que está delicioso, y vuelvo a colocarla en mi regazo.

—La Noche Más Larga del Mundo —dice Stephen mientras me sonríe, como si me estuviera tentando de nuevo.

Pero esta vez no es su paz lo que está en oferta, es esa fiesta de la que no tengo ni idea, aunque que si hago un poco de memoria recuerdo algún cartel por la ciudad al que, de verdad, no he prestado atención.

—Empiezan dentro de cuatro días —habla sin apartar su mirada de mí.

—Pues sí, supongo que estaré, por lo menos la semana que viene sé que seguiré aquí—admito, y bebo de mi copa de nuevo, sintiendo su calor despertándome de mi silencio de los días atrás.

—Stephen hace la bajada de antorchas desde Cerro Castor.

Parpadeo sin entender a qué se refieren y lo miro.

—Es algo que se hace para abrir la temporada de esquí y forma parte de la festividad de esos días —aclara él.

—Y es precioso —añade Julia—. Yo no me lo pierdo nunca. Un grupo de esquiadores hacen el descenso portando antorchas prendidas en sus manos, al verlo es como si estuvieras observando un dragón bajar por la ladera en la noche. Es mágico.

Me quedo maravillada y en ese momento siento que quiero verlo, quiero vivirlo; y eso es bueno, porque es el segundo impulso positivo que siento tras la muerte de Samuel.

 

2

 

Hace una hora que ha amanecido. Salgo de mi cabaña dispuesta a dar un paseo por el borde del canal de Beagle, quiero que el frío me despeje.

Siento que la cena con Julia y Stephen ha hecho que me sienta mucho mejor aquí, como si tuviera un poquito de familia en este lugar tan alejado de la mía.

Desde esa noche he hablado un poco más con ellos, y ayer por la tarde estuve tomando un chocolate caliente con Julia. Es una mujer muy agradable que no pregunta mucho, y por esa forma de ser que tiene y su escasa curiosidad, terminé confesando que había estado allí con Samuel hacía algo más de dos años. Me sorprendió cuando asintió mirándome como si no le estuviera descubriendo nada, no hizo ninguna observación al respecto y yo lo agradecí infinitamente.

—¿Vas a alguna parte en concreto? —Stephen vuelve a sacarme de mis pensamientos a golpe de voz.

Esa voz tranquila y profunda, como si nada lo alterara.

—Buenos días —respondo sonriendo.

Sí, sonrío, porque me nace desde la noche del cumpleaños, y mi cuerpo y alma lo agradecen.

—Buen día —contesta bajando la mirada, supongo que avergonzado por no haberme saludado como es debido y con esa forma argentina de hacerlo.

—Voy a pasear por el canal, quiero que me dé el frío en la cara.

—¿Te importa si me uno?

Lo miro de arriba abajo, lleva con ropa deportiva: mallas de correr y calzado adecuado lleno de barro grisáceo. Abre la puerta de la furgoneta y saca una cazadora gris acero, se la pone y se acerca.

—A menos que quieras ir sola, no quiero incomodarte. Yo voy a pasear un poco para relajarme después de la carrera.

Asiento y sopeso mi paseo con compañía.

—Claro que no, puedes venir.

Caminamos bordeando las cabañas por un lugar por el que a mí no se me hubiera ocurrido ir, y eso que estos días solo he paseado por los alrededores, observando cómo los alojamientos y las casas cerradas se llenaban con la gente que viene a celebrar las fiestas de la Noche Más Larga.

Llegamos hasta la playa de piedras para ir bordeando el canal, a un paso lento, descuidado, en un silencio solo roto por el viento del oeste.

Soslayo al chico que camina a mi lado preguntándome qué le trajo aquí, no es que provenga de un lugar sin naturaleza alrededor como para necesitar perderse en este recóndito rincón, donde el medio es apabullante por la fuerza de los elementos. La curiosidad hace que me hierva un poquito la sangre.

—¿Por qué viniste? —Me acabo de quedar asombrada de mi indiscreción, no sé de dónde ha salido mi osadía—. Perdón, de verdad —me disculpo nerviosa, horrorizada, tapándome la boca con mis manos cubiertas por unos guantes de lana verde pistacho—, soy consciente de que yo no he dicho mucho sobre mí y aquí estoy, haciendo preguntas directas…

—Oh, no pasa nada. —Me mira y sonríe, se encoge de hombros y sujeta mi muñeca derecha, despegando despacio la mano de mi boca asombrada—. De verdad, no hay problema, puedo contestarte.

El aroma a madera y resina, que he terminado relacionando con este chico, inunda mi olfato por su cercanía. Mi corazón late fuerte, su contacto físico me ha bloqueado, que me toque un hombre ajeno a mi familia que no sea Samuel, es toda una novedad. Pero el bloqueo en sí desaparece rápido, y siento una tranquilidad con su proximidad que me absorbe y me arrastra, desearía poder estar en este estado permanente de calma. Y esto es mucho más asombroso que el bloqueo, podría decir que eso me deja en un estado latente algo extraño.

El tiempo se ha detenido y siento los ojos colapsarse de lágrimas.

—¿Estás bien? —pregunta poniendo su cara a la altura de la mía.

Ya no me toca, mis brazos han caído lánguidos a mis lados y parpadeo rápidamente alejando la humedad de mis ojos. Los suyos me miran atentos, preocupados, pero con ese fondo sereno que me tiene enganchada a él.

—Sí —acierto a decir.

—Lo siento, no debí…

—No, no lo sientas —contesto, porque yo no lo hago, o sí…

Siento haber descubierto una sensación que podría convertirse en una droga para mí y que no voy a poder tener.

—¿Continuamos? —me lo pregunta poniéndose a mi lado, sin dejar de mirarme y con una sonrisa muy ligera que me hace querer llorar de nuevo.

Hay una parte de mí que me quiere lanzar al contacto de ese hombre, y la que está de duelo, la que tiene a Samuel tan presente que no ha asumido que se ha ido para siempre, me está machacando a culpabilidad.

Carraspeo y asiento, mirando las piedras a mis pies mientras camino de manera un poco torpe.

—Hace unos tres años me enamoré de Hannah, o eso creo —expone, haciendo que levante la vista del suelo; él mira al frente y lo hace con una sonrisa de boca cerrada—. Sus padres la traían a Ushuaia en su adolescencia a pasar parte del verano con un tío abuelo, y desde entonces estaba eclipsada por esta tierra fueguina.

Damos un paso, dos, tres, cuatro… en silencio, solo se escucha el crujido de las piedras a nuestros pasos, porque el aire se ha calmado como si estuviera respetando la historia de Stephen.

—Cuando me planteó que nos viniéramos a vivir aquí yo no lo dudé. Podía seguir mi vida muy parecida a Montreal en otro lugar increíble, y me atraía el cambio. En vez de Mont Tremblant, Cerro Castor. Y cambiaba Montmorency y Laurentides por Tierra de Fuego y los glaciares. No era un mal negocio, al revés, era un gran incentivo.

Su mirada soñadora, subrayada por su sonrisa resignada, me dice que algo falló, pero él se quedó aquí. Me siento intrigada por su historia y culpable por la tendencia cotilla de estos últimos minutos.

—Una vez aquí la situación se desmoronó muy rápido, yo no lo vi venir. El reencuentro de Hannah con un amor de verano, de sus viajes de adolescente, precipitó una ruptura sin apenas concesiones. Simplemente se fue a Buenos Aires con él y yo me quedé.

Me mira y se encoge de hombros, metiendo las manos en los bolsillos de la cazadora y hundiendo en ella su cuello para resguardarse del viento que, al girar en una pequeña curva, vuelve a azotarnos ligeramente.

—Lo siento —ofrezco sincera—. Supongo que fue duro recuperarte aquí, tan lejos de tu familia.

—No lo fue tanto. Eso me ha hecho pensar que en realidad lo que nos movió hasta aquí a los dos juntos fue circunstancial. Como una necesidad o algo así. Ella quería venir y yo quería seguir explorando mundo. —Me mira y suelta una carcajada—. A esta conclusión no llegué al día siguiente. No soy un desalmado. Estuve herido, pero supongo que fue más bien el ego. Con el tiempo me di cuenta de que no nos queríamos con pasión, que solo nos necesitábamos con cariño.

Le sonrío e inspiro.

—Lo cuentas con tanta calma y tranquilidad que hace que te envidie.

—¿Tranquilidad? —Eleva las cejas y suelta una risa—. Díselo a Julia, por favor, ella siempre me dice que quiero que las cosas sucedan muy deprisa.

—Pues eso debe de ser porque aquí se toman las cosas con más sosiego que tú. —Me río con él y hacemos varios comentarios sobre la tranquilidad de los autóctonos.

Terminamos el paseo hablando sobre lo que yo conozco del lugar, y él no me pregunta ni una sola vez por mi estancia anterior, por mi pasado, por mi razón para venir aquí en esta temporada cuando ni siquiera me gusta esquiar. Yo tampoco lo pienso, simplemente hablo de recuerdos felices sin involucrarme, haciendo que ambos nos riamos y compartamos alguna que otra experiencia de turistas.

Cuando me acompaña a la puerta de mi cabaña, al despedirse, sujeta mi mano enguantada, la eleva y la aprieta un poco, sin dejar de mirarme a los ojos.

A mí se me corta la respiración.

Contacto.

Calor.

Paz.

—¿Vendrás mañana a ver la bajada de las antorchas? —Ante mi silencio estático, sigue hablando—: Pide a Julia que te lleve, si te apetece.

Me sonríe, suelta mi mano y se despide con un «nos vemos» al que yo respondo con un «claro», sin tenerlo claro en realidad.

Me meto en casa y rompo a llorar. Pegada a la puerta cerrada, acurrucándome en el felpudo interior que sé que está algo mojado por la nieve que he traído en mis botas ahora mismo.

Quiero que Samuel esté aquí, quiero que me abrace, que me meza y bese mi cabeza mientras me dice que todo está bien, que no tengo que abrirme a nada. Que las fuerzas de arrastre hacia ese chico no existen porque estando con él mi vida está cercada con nuestro amor.

Quiero morirme porque me doy cuenta de que hasta que no he llegado a casa no he pensado en Sam, y me siento sucia e infiel.

 

Llevo un rato nerviosa. Esta mañana cuando he visto a Julia le he dicho que si esta noche iba a Cerro Castor me avisara. Ha sido un arrebato. Lo sé.

Mi día de ayer fue un amasijo de sentimientos encontrados. La culpabilidad y el luto mezclado con la emoción de conseguir un poco más de… Stephen, me alteraron por completo.

Terminé por llamar a Nuria desde el teléfono de la cabaña. Necesitaba contarle todo lo que me estaba pasando y sabía que ella lo entendería, de alguna manera.

Me dijo que a Samu, como le llamaban sus amigos, no le gustaría que me convirtiera en una ermitaña, porque nunca había sido así. Que mi locura y mi forma de ser traviesa no podían quedar enterradas con él. Me animó a seguir conociendo a Stephen, sin ninguna expectativa. Me hizo reír entre lágrimas cuando me dijo que lo de embotar tranquilidad proveniente de un tío no era factible, que eso había que cogerlo directamente de la fuente. Y me pidió una descripción exhaustiva de su físico, dándome cuenta de que a mí también me parecía que era muy guapo.

Ahora no estaba tan segura del paso que iba a dar.

Solo era ir a ver un descenso de esquiadores con antorchas en la mano, no iba a distinguir a Stephen, pero en mi fuero interno sabía que si me había decidido era porque él estaba allí.

—Samuel… —susurré apoyando las manos en la encimera de la cocina—. ¿Por qué tú? No quiero esto, solo te quiero a ti.

Las lágrimas no llegan, pero sí la ira. Agarro un paquete de mate y lo arrojo contra la pared, rompiéndolo y manchando la cocina, gritando y dejándome caer al suelo, golpeándolo una y otra vez hasta que entonces sí, lloro.

No sé cuánto tiempo llevo así, pero escucho que alguien llama a la puerta. Me pongo de pie, me limpio las lágrimas y grito: «¡un momento!», mientras voy a lavarme la cara al fregadero. Me seco con papel de cocina, me sueno los mocos y abro la puerta. Julia está al otro lado sonriendo, hasta que ve mis ojos.

—La bajada de las antorchas nos espera, Mara —dice obviando mi enrojecida cara.

—Claro —respondo sorbiendo mocos como una niña.

Me pongo el abrigo marrón que me llega hasta las rodillas y va forrado por dentro con peluche, el gorro blanco de gruesa lana y una bufanda que me da tres vueltas al cuello. No quiero pasar frío, y conozco, por mi estancia en los Pirineos, lo fresquita que se puede llegar a poner la noche.

Me calzo las botas de agua rojas hasta las rodillas y salgo con Julia, que respeta mi silencio y solo camina a mi lado.

Entramos en el coche y pone la calefacción a tope.

—Dentro de unos minutos deberías quitarte el gorro y la bufanda, el cambio de temperatura en el Cerro respecto al coche se va a notar mucho en tu cuerpo si no lo haces.

Lo enuncia y asiento, decido sonreír y pensar en que si estoy yendo con ella al espectáculo de las antorchas debería ser una persona sociable y consecuente.

—¿Qué se hace después del descenso? —indago, entre curiosa y con la intención de centrarme en lo que estoy haciendo.

—Iremos a tomar chocolate con los chicos. Pero hay un gran ambiente de fiesta, en el que puedes participar. Stephen ha preguntado tres veces esta tarde si ibas a subir a verlo.

Lo dice y sus palabras aceleran mi pulso. Miro al frente. Quiero y no quiero. Saber que puedo llegar a interesarle un poco me emociona y me odio por emocionarme. Otra de las conclusiones a las que llegué con Nuria es que, de alguna manera, estar cerca de ese chico me gusta, por mucho que quiera ponerme barreras. Yo le dije que era por su paz interior o algo así, pero ella me replicó que eso era demasiado místico incluso para mí.

—En realidad no vamos a verlo, entre todos será complicado —auguro y noto que la posibilidad me decepciona, una vez que ya me he puesto mis zapatos de chica grande lo asumo.

—Él nos buscará al terminar, no te preocupes. —Sonríe y sube un poco la radio, haciendo que una música folclórica nos engulla, a la vez que lo hace la oscuridad de la noche.

Llegamos en menos de media hora y allí hay un montón de vehículos y de gente que se desplaza para posicionarse y ver más recorrido del descenso. Julia me explica desde donde comienza, y las actividades y espectáculos que hay durante el día hasta la llegada de la bajada de las antorchas. Parece que hemos llegado a tiempo para verlo, porque a lo lejos, en altura, se ve como comienza una culebra naranja a moverse en ondas. Es larga, me resulta casi mágico, como dijo Julia. Parece una especie de río de fuego que se va acercando entre aplausos y gritos. Al terminar llegan todos y se ponen en fila, de frente al público, hay niños y me sorprendo mucho porque me da la sensación, con mi forma de ser tan torpe, que es algo peligroso.

El júbilo llena el ambiente invernal de un calor intenso. La música se escucha y Julia me arrastra entre la multitud hasta una zona donde hay varios esquiadores que han hecho el descenso.

—¡Ahí está! —grita y alza la mano.

Stephen se va acercando con los esquís en la mano, saludando a la gente que se encuentra a su paso y parándose muy poco con ellos. Nos ha visto, y portando su sonrisa serena se planta delante de nosotras, clava los esquís en la nieve, al lado de muchos otros, y Julia se abalanza sobre él.

—Qué bonito, Steph. Tú eres un fueguino más, muchacho. —La mujer lo abraza y él se lo devuelve.

Siento la euforia que emana después del espectáculo, y no me coge desprevenida su abrazo porque con su energía ya me estaba avisando, incluso siento que me hubiera desilusionado si no lo hubiera hecho.

—Has venido —dice apretándome un poco más, transmitiéndome a través de las capas su tranquilidad.

—Opté por el sí —admito, asombrándome al sentir que le estoy devolviendo el apretón.

De forma algo torpe nos separamos y él me mira, en sus ojos se refleja el fuego de las antorchas que tengo justo detrás. Noto como mi cuerpo se queda en calma mientras mi mirada se engancha a la suya.

Las sonrisas en nuestras caras se hacen más grandes y, en un momento dado, sin ser consciente del rato que llevo perdida en ese instante, me doy cuenta de que Julia está a nuestro lado.

—¿Qué pasa con ese chocolate? —pregunto mirándola, para volver a mirar a Steph, que tiene una enorme sonrisa en la cara.

—Eso digo yo, muchacho. La española y esta vieja se mueren de frío.

—Vayamos al refugio.

Lo seguimos, y a los dos pasos Stephen coge mi mano, acelerando mi pulso y haciendo que tenga que tragar una saliva que no encuentro en mi boca. Miro a Julia y veo que ella también va de la mano, y ese gesto con ambas me devuelve la cordura.

Es posible que lo que me haya llamado la atención de este chico sea el respeto con el que me trata y el espacio que me da. Hace tres meses empecé a salir con mis amigas porque me obligaron, y mi rechazo hacia el género masculino fue aumentando cuando los chicos, que venían con intenciones claras, inundaban mi área personal con sus propósitos de contacto directo, en cuestión de minutos.

Stephen me calmaba con su presencia y no pedía mucho más a cambio. Llevaba poco más de una semana viéndolo de forma no continuada, y no me atemorizaba encontrármelo, hasta el punto de que casi había algo en él que me estaba creando dependencia. No necesitaba pasar un año con él alrededor para ser consciente de eso.

Desde la muerte de Sam nunca había pensado ni una sola vez en otro chico que no fuera él, ni siquiera había sentido curiosidad, y este hombre polifacético me hacía querer volver a ser esa preguntona curiosa que era hace un año.

Llegamos a la cabaña y el fuego en un lateral hace que el ambiente sea tan cálido que nada más entrar me sobra el gorro, la bufanda, el abrigo y hasta casi las botas.

—¿Chocolate? —pregunta Stephen, mientras me coge mi ropa de abrigo y la carga en su brazo izquierdo.

Asiento sonriendo, emocionada porque el contacto en el exterior, que acabábamos de experimentar, parece rehacerse de nuevo cada vez que volvemos a mirarnos. Se da la vuelta y yo cierro los ojos, pidiendo  perdón a Sam, y sintiendo cómo él me concede mi sitio. A través de las palabras de Nuria entiendo, de repente, que esto no es dejar de quererlo.

Sujeto mis lágrimas y cuando abro los ojos me encuentro con la cálida mirada de Julia. Pasa la yema de un dedo bajo mi ojo y seca una gota salada traicionera, sonríe y coge mi mano derecha, rozando intencionadamente mi anillo de casada.

—No significa olvidarlo, significa seguir viviendo.

La piel de todo el cuerpo se me eriza y muerdo mis labios mientras las lágrimas vuelven a formarse en mis ojos. Parpadeo deprisa y miro a otro lado tratando de no dar un espectáculo. Ella aprieta mi mano y su fuerza atraviesa mi piel.

—Gracias —asiento y sonrío.

—Ahora disfruta de tu chocolate.

Veo que ella sigue llevando la ropa de abrigo puesta, el poncho de lana en tonos marrones y rojos sobre el abrigo, tampoco se lo ha quitado.

—¿Te vas?

—Sí, muchacha. Tengo que atender mi negocio. Disfrutad de la noche.

La veo pasar al lado de Steph, lleva tres tazas en la mano y le da una a Julia, que le besa en la mejilla. Acto seguido él me mira y sonríe, con los ojos azules brillantes. Siento que un escalofrío recorre toda mi columna vertebral.

Me ofrece el chocolate caliente y lo cojo.

—¿Nos sentamos en ese sillón? —Señala un sofá de cuero marrón en un lateral de la chimenea y camino hacia él con mi taza en la mano.

Nos sentamos y empiezo a ser consciente de la gente alrededor. No hay mucha, pero sí  la suficiente para que el ambiente tenga ese ruido característico de muchas conversaciones a la vez. Es acogedor y me siento bastante cómoda.

—¿Te ha gustado? —pregunta; yo lo miro  subiendo las cejas, un poco perdida—. Las antorchas.

—¡Ah!, sí, claro —sonrío y doy un sorbo al brebaje dulce y espeso que me calienta por dentro—. Ha sido mágico, como bien decía Julia.

—No suele equivocarse mucho en sus adjetivos. Bueno…, se equivoca en muy pocas cosas, más bien —termina casi más para sí mismo.

—La aprecias mucho, ¿verdad?

—Es quién me acogió en su casa cuando estaba un poco perdido.

Mis cejas arqueadas le hacen asentir y mira hacia su taza para volver a clavar sus ojos en mí.

Acaba contándome cómo, cuando se acabó la temporada de excursiones, una vez que Hannah se fue, estaba bastante perdido con el tema del trabajo, y el alquiler del apartamento que tenía con su chica era demasiado alto para vivir de lo poco que había ahorrado hasta la temporada de esquí. Julia era una amiga del tío de Hannah, y por eso la conocía desde que llegaron a Ushuaia. Cuando una tarde hablando con ella, en un supermercado, le contó que estaba pensando en volverse a Montreal, ella le ofreció ser el chico de mantenimiento de las cabañas. No es que lo hubiera hecho antes, pero era muy apañado y alguna vez le había resuelto algún que otro problema eléctrico y de fontanería.

—Y desde entonces eres el chico orquesta. Haces de todo —le digo y él se ríe.

—Podría llamarme así, solo que ni se te ocurra darme un instrumento, soy un sordo musical.

Reímos y termino mi chocolate que ya está tibio, dejo la taza en la mesa y al subir la mirada veo cómo Stephen se fija en la banda plateada que llevo en mi anular derecho.

—Se llamaba Samuel —digo en un hilo de voz, tocando el anillo con las yemas de mi otra mano, sin dejar de mirar como el fuego se refleja en él—. Murió hace un poco más de un año de cáncer de colon.

—Lo siento —susurra y yo levanto la vista.

Musito un gracias y comienzo a contarle cómo, dos días antes de la operación de la que no salió, había recibido la notificación de una herencia multimillonaria de dos tías solteras sevillanas, con la cual íbamos a venirnos a vivir a Ushuaia a cumplir nuestros sueños.

3

Me levanto con la sensación de tener resaca. Son las doce de la mañana y soy consciente de que en cinco horas será de noche otra vez, el no madrugar un poquito en este lugar hace que te pierdas el día.

He dormido inquieta, me he despertado llorando después de soñar con Samuel y he vuelto a llorar cuando me he dado cuenta de que en mi sueño él me decía que ya no estaba y que yo necesitaba ser feliz y dejar mi luto atrás. Que un año era demasiado. Nos abrazábamos y aunque sé que en los sueños no hay olores, me he despertado con la sensación del olor de su piel en la mía. Después de dos horas insomne he vuelto a dormirme.

Stephen me trajo a casa a las tres de la mañana. Estuvimos hablando todo el rato hasta que la cabaña, que era el refugio de la escuela de esquí, quedó prácticamente vacía.

Hacía mucho tiempo que no me sentía tan libre y relajada para poder hablar de mis sensaciones respecto a la muerte de Sam, a la relación que tuvimos, a la vida en común que compartimos. Como si la calma que me transmite Steph fuera la barca del sosiego para surcar mis aguas estancadas.

Lloré,  reí, y me disculpé por ser una pesada hablando sin parar de mi vida. Stephen solo le quitaba hierro al asunto y decía que no podía desperdiciar este momento en el cual estaba diciendo más de tres frases seguidas.

Él me habló de su vida en Montreal, volvió a hacerlo de Hannah, y de la poca vida que compartieron en Ushuaia, también de lo agradecido que estaba con ella por haberle descubierto este lugar.

Para mí fue algo catártico. Poder escuchar sin pensar en Samuel, o hablar de él sin que la amargura de su ausencia empañara mis palabras.

Hubo un momento en que Stephen hizo una afirmación categórica  respecto a mi relación con Samuel, respecto a nuestro amor, o mejor dicho, a mi amor hacia él.

«Sigues estando enamorada de tu marido», me dijo asintiendo.

Yo solo imité su gesto.

Fue el broche a la conversación de la noche. Al minuto siguiente, en silencio, recogimos nuestra ropa de abrigo y fuimos hasta su camioneta para bajar hasta la ciudad.

Apretó mi mano para despedirse de mí en la puerta y me hizo prometerle que iría con él a no sé qué fiesta de la quema de los obstáculos.

Me meto en la ducha después de encender la chimenea. Sé que podría enchufar la calefacción, pero me gusta el calor que da el fuego. Cuando tengo el pelo seco voy hasta la cocina y pongo a hervir agua en la kettle. Voy a tomarme un mate bien caliente.

Por la tarde me acerco hasta la cabaña de recepción para estar un rato con Julia, y por qué no decirlo, me apetece ver a Stephen, aunque sea de refilón. ¿Estoy emocionada? Sí, es posible, pero me gusta la sensación porque es como si las entrañas se me estuvieran despegando unas de otras, desperezándose.

No es que tenga un objetivo, no tengo una intención de ir a por una pareja, solo quiero seguir explorando hacia dónde me lleva esa conexión que siento con él, sobre todo ahora que sabe mi vida completa, ahora que no tengo que mentir, ocultar o callar.

—¿Qué tal, muchacha? —Julia me saluda desde detrás de la recepción; y veo como le dice algo a Mía, la chica que le va a echar una mano durante la temporada de esquí—. Pasa y te invito a unas pastas de jengibre que he hecho.

Nos sentamos en su sillón, con la mesita de al lado colmada de galletas, tazas y platos, además de una tetera esperando a ser servida.

—Gracias Julia, pero no quiero té. Llevo todo el día tomando mate.

—Pues come galletas, están recién hechas.

Las saboreo y cierro los ojos murmurando incoherencias por el delicioso sabor.

—Vaya, el chocolate de los Castores te ha soltado la lengua —dice Julia y ríe.

Es cierto que me noto mucho más lanzada, más yo.

—Me alegro de que sigas conservando los efectos —la voz de Stephen hace que abra los ojos y que un pedazo de galleta se vaya por otro lado en mi garganta.

Toso y me levanto, poniéndome la mano en la boca. Stephen llega y levanta mis brazos como si me fueran a registrar. Termino pasando el pedazo de galleta y parpadeo para quitar las lágrimas de mis ojos.

—Perdón por la interrupción —se disculpa muy cerca de mí mientras, con una mano en mi espalda, me guía hasta el sillón.

Julia nos mira con un atisbo de asombro que disimula enseguida.

—Este chico siempre tan impaciente por interrumpir —le riñe.

—No esperaba que estuvieras —ofrezco como disculpa—. Supongo que me he sorprendido.

Me mira a los ojos, me arrastra a su paz azul e inspiro. Él sonríe despacio; y yo vuelvo a respirar azorada, inmersa en el instante que me atrapa.

Trago y miro a mi alrededor, buscando a Julia, que no está, y escucho que habla con Mía al otro lado de la cortina, donde está la recepción.

—¿Preparada para escribir tu obstáculo y quemarlo? —pregunta Stephen sentándose a mi lado.

Frunzo el ceño y niego, sin entender nada. Entonces me explica que esta noche se queman en la hoguera del solsticio los obstáculos que te impiden haber conseguido algo, con el fin de que se lo lleven los espíritus y liberarte para conseguir tus propósitos.

Escucho asombrada por la similitud con la quema en la noche de San Juan en España, y sé que quiero hacerlo. Estoy muy segura de lo que quiero quemar, tanto que no puedo esperar a que llegue la hoguera.

 

Stephen me está esperando cuando salgo de la cabaña. Admito que me he arreglado un poco, sigo muy abrigada y llevo unos calcetines que sobresalen de mis botas que llegan hasta casi las rodillas, pero llevo una minifalda estilo tartán escocés, y un jersey de lana color crudo con un cuello inmenso que sobresale por el abrigo, no me hace falta bufanda.

Llevo en mi bolsillo derecho, arrugándolo con mi mano a la que todavía no he puesto la manopla de lana, el papel que he escrito antes de que llegara la hora de salir. Me ha costado, lo he llorado y he hecho una especie de acto de despedida, tal y como hacía en las hogueras de San Juan cuando apuntaba los recuerdos a quemar y los rememoraba en un ritual mental para deshacerme de ellos en su totalidad. Con el obstáculo de hoy no es que quiera quemarlo y olvidarlo, es que quiero que termine aquí.

—Eres preciosa —dice cuando me acerco al coche donde me espera con la puerta abierta.

Me ruborizó y lo observó con detenimiento.

—Tú también —reconozco y río; él también lo hace.

Me meto al vehículo que siento que está caliente, como si llevara un rato con la calefacción puesta.

Veo como pasa por delante de los faros y se sonríe mirando al suelo, rascándose la nuca y, finalmente, asintiendo.

Inspiro porque estoy nerviosa, y no son esos nervios indescriptibles, los reconozco y se llaman anticipación.

Durante el trayecto hablamos de toda la gente que hay en la cuidad, y de que en cuanto se abran las pistas él va a tener mucho trabajo en el punto de esquí. Me doy cuenta de que voy a verlo mucho menos por las cabañas y siento un pelín de decepción.

Atravesamos la zona centro de Ushuaia y llegamos a un lugar donde encuentra aparcamiento.

—Es un lugar secreto —confiesa guiñándome un ojo.

Sonrío como una tonta. Ese gesto me ha ruborizado y agradezco a la noche que lo oculta con maestría.

Nada más llegar a la calle principal vemos que está atestada de gente que va y viene. Stephen coge mi mano con firmeza y, mientras lo hace, me mantiene la mirada, como si pidiera mi consentimiento, como si unir las manos entre nosotros no fuera solo por la seguridad de no perdernos el uno del otro entre el gentío.

Siento que mi corazón se encoge un poco, la fuerza que traspasa la lana de mi guante no es la de Samuel…, y lo dejo fluir, me dejo llevar por el chico que tengo delante, por su entereza y su serenidad, por la paz que me transmite y la tranquilidad con la que me atrae.

Me permito sostenerme por el momento y por él. Asiento y sonrío para dejarme, acto seguido, guiar entre la multitud de su mano.

 

Entramos a una especie de cafetería o restaurante rústico, y Stephen saluda a los chicos de la barra con la mano en alto. Atravesamos la zona del bar, que está llena de gente como todos los sitios, y llegamos a un patio trasero, espacioso, que tiene una hoguera no muy grande refulgiendo en medio.

Me lleva hasta una mesa al lado del fuego y se acerca un camarero a la vez que nos sentamos, uno al lado del otro en una pequeña mesa cuadrada, sin soltarnos las manos. Yo pido una cerveza de trigo y él una negra. El chico se va y nos miramos con intensidad.

Siento que casi me cuesta respirar.

—¿Esto está bien? —Acaricia mi mano con su pulgar, ambos llevamos guantes, pero mi piel se estremece como si pudiera sentir su tacto.

Asiento y me humedezco los labios. Mira al frente sopesando algo y yo aprecio su perfil iluminado por el fuego, las lamparitas pequeñas que están por encima de nuestras cabezas apenas tienen protagonismo con el fulgor de la hoguera.

Es muy guapo, su barba; que no llega a estar muy poblada, su nariz recta, sus ojos azules de mirada intensa; coronados por unas cejas espesas, y su frente alta, forman un perfil perfecto.

Se vuelve y me mira. Una sonrisa, algo canalla, eleva sus comisuras.

—¿Estás mirándome?

Y el camarero aparece con nuestro pedido, él estrecha los ojos sin dejar de observarme y yo rompo en una carcajada que me sale desde el estómago.

Él quería una respuesta, quería un sonrojo, quería un poco de pudor por mi parte, y acabo de ser salvada por la campana.

El camarero, que parece conocer a Steph, entabla una conversación sobre el tema del esquí. Yo me entretengo mirando alrededor nuestro mientras siento como mi mano se acomoda en su regazo sin que me la suelte.

La gente está metiendo papeles en unas urnas que hay en varias mesas. Sé que son lo que quieren quemar, pero yo necesito tirarla a la pira con mis manos, ver como se consume por el fuego.

—¿Quieres escribir tus obstáculos? —su voz, como siempre, baja y serena, me saca de mis cavilaciones, junto con un apretón a mi mano.

—Ya lo tengo escrito —admito volviéndome hacia donde está él.

Veo como sube las cejas asintiendo, da un sorbo a su cerveza, se relame y vuelve a mirarme.

—Pues yo necesito un trozo de papel, no he sido tan precavido.

Coge el bolígrafo que el camarero se ha dejado, en un descuido, en la mesa; y yo saco de mi bolsillo el papel casi arrugado. Suelto su mano y siento el anhelo de volver a estar enganchada de nuevo.

—Yo te puedo prestar un poco. Depende de si vas a escribir mucho o no —digo sincera, valorando por donde cortar el mío.

—Un poco bastará.

Arranco un pedazo y se lo doy dándome la vuelta y dejándole espacio para que escriba, bebiendo de mi cerveza suave mientras sigo mirando alrededor. Hay gente que ya está quemando sus papeles, y que lo hace de su propia mano. Me siento un poco espía viendo su pequeño ritual, porque aunque algunos solo lo lanzan, otros se quedan atentos viendo cómo se desintegran.

Sé que ha terminado porque su pierna roza la mía y lo hace con intención de llamar mi atención. Me vuelvo hacia él y me sonríe, enseñándome el papelito muy doblado. Lo guarda en un bolsillo de su abrigo negro y deja la mano derecha sobre la mesa.

La miro, y miro sus ojos en los que ya no solo veo su paz, el deseo de mi contacto voluntario está ahí. Entrelazo mis dedos con los suyos y me da la sensación de que ambos tomamos una respiración profunda.

—No quiero que te sientas obligada a nada —susurra—. Siento si soy un poco impaciente.

—¿Impaciente? —pregunto asombrada—. Creo que es la primera vez que me siento con tanto espacio para expresarme.

Los dos bebemos al unísono y, al dejar los vasos en la mesa, escuchamos el revuelo que se forma alrededor de la hoguera.

—Van a quemar los papeles porque los fuegos van a empezar en seguida —anuncia y se levanta, tirando ligeramente de mi mano.

Me pongo en pie a su lado.

Varios camareros vuelcan las urnas y las pavesas suben hacia arriba conforme llegan al calor y se incendian, la gente aplaude y silba. También se escucha algún alarido y alguna especie de conjuro personal.

—Vamos —me insta a seguirle y nos acercamos a la fogata.

Stephen tira su papel, se queda mirándolo fijamente  y, cuando veo que no lo mira y que ya ha desaparecido; suelto mi mano de la suya. Necesito hacerlo sola y él asiente, dándome espacio.

Me quito el guante de mi mano derecha, saco el papel de mi bolsillo, lo aprieto en mi palma, inspiro y le digo adiós.

Arrojo al fuego lo que considero que podría ser un obstáculo a partir de ahora, y que en cierto modo lo ha sido los últimos meses, y me visualizo viviendo y siendo feliz.

Miro como el fuego lo lame y provoca una llamarada ligeramente azul, se retuerce y se abre ligeramente, dejando ver la letra L, y entonces se prende por completo y se consume.

Cierro los ojos y lo dejo ir, visualizo a Samuel con su mejor sonrisa y le digo que lo amo, y que nunca dejaré de amarlo.

Stephen me concede varios minutos hasta que el sonido de un cohete me sobresalta.

—Van a empezar los fuegos. Ven, tengo un sitio privilegiado para verlos —me dice y pone su mano delante de mí, sin guante y con la palma extendida en ofrecimiento.

La sujeto con firmeza, sin ponerme la manopla, sintiendo, ahora sí, el calor de su piel y como fluye su calma a través de ella, la entereza que me provoca, el sosiego que me tienta y en el que quiero mecerme.

Zigzagueamos entre las mesas de la terraza, hay gente que sigue charlando y no hace mucho caso a las señales acústicas, otras salen hacia la cafetería, supongo que buscando el exterior desde donde poder verlos.

Subimos unas escaleras que estaban cerradas por una puerta de madera y llegamos a una terraza que parece estar sobre el techo de la taberna en la que nos encontramos.

Comienza un espectáculo pirotécnico sobre la bahía de la ciudad y me quedo obnubilada. Stephen se sitúa detrás de mí y me abraza, me dejo caer sobre él. El calor de su cuerpo me llega a pesar de las capas de abrigo que ambos llevamos, su olor a naturaleza y madera me rodean.

En ese momento mágico, de acercamiento, respeto y ruptura con mi yo de los últimos meses, me vuelvo ente sus brazos y alzo mi cara. Él me mira con esa intensidad tranquila que le caracteriza, desciende sobre mí un poco más y nos quedamos a milímetros el uno del otro.

—Me está volviendo loco no poder besarte, pero quiero que sepas que esperaré hasta que tú quieras —susurra lanzando su aliento en volutas de vaho contra mí.

—Gracias —le devuelvo, me pongo de puntillas y me sujeto a su cuello con las manos para contactar con sus labios.

Es un beso casto, un roce, un apoyo de uno en el otro, de segundos que pasan y lo convierten en un movimiento creciente, en una caricia un poco más intensa. Hasta que mi boca se abre para atrapar su labio inferior, caliente y rosado. Siento como tiembla y mi cuerpo se estremece al notar su boca abriéndose un poco más para acariciar la mía con lentitud. Las lenguas aparecen tímidas, se tantean y acarician, hasta que ambos nos hundimos en un beso apasionado y entregado.

He quemado mi luto, y lo he hecho porque ahora sé que merezco y quiero ser feliz.

FIN

Llaman a la puerta y dejo el mate en la mesa, el libro a su lado y la manta sobre el sofá. Echo un vistazo por la ventana, el mal tiempo de hoy hace que no apetezca nada salir de casa.

Abro la puerta y me encuentro a Stephen con el gorro cubierto de nieve y sacudiéndose los copos apelmazados de la cazadora.

—Parece la peor tormenta del año —dice abriendo los brazos y mirándome.

—Pasa —le invito—. Me voy a congelar.

Entra y sacude las botas en la rejilla, se quita la ropa de abrigo y la cuelga en los ganchos para que se seque con la corriente de aire caliente. Se deshace de su jersey de lana gorda y colores vivos, quedándose con una camiseta de manga larga que remarca su cuerpo fibroso; reconozco que tengo que tragar saliva antes de que esta se desborde por las comisuras de mi boca.

Camino hacia el salón y sonrío. La presencia de Stephen ya no solo me calma. Hace más de dos meses que decidimos empezar a conocernos en serio, o a salir… Tengo que reconocer que todavía me da miedo el término. El caso es que con el paso de los días, y con la compañía mutua que nos estamos haciendo, los besos cada vez han subido más el calor de nuestros cuerpos, y el contacto entre nosotros va subiendo de nivel. Eso hace que, últimamente, cuando lo veo se me incendie algo por dentro que me da la sensación de que no puedo sofocar con una charla, unos besos y unos abrazos apretados.

Se sienta a mi lado, en el sofá, descalzo, y con la nariz un poco colorada.

—¿Quieres mate? —le ofrezco tendiéndoselo.

—Mi chica argentina, estás enganchada a ese líquido caliente.

Río y asiento, no puedo negarlo. Es cierto que lo tomo muy dulce, pero lo bebo mucho.

—Creo que me voy a hacer un café.

Se levanta, azuza el fuego echando otro pequeño tronco, y va a la cocina.

—¿No hay clases hoy? —elevo la voz.

—Hay ventisca, han cerrado varias pistas y han anulado los cursillos —me dice desde la cocina—. ¿Y tú? ¿Algo nuevo que contarme? —Saca la cabeza por la puerta y me mira elevando varias veces las cejas.

Sonrío, es muy guapo con esos ojos azules brillantes, que esconden una picardía difícil de ver, pero que yo ya he vislumbrado. Tiene esa forma tan sutil y tranquila de preguntar que me tiene enganchada a él más de lo que en un principio hubiera pensado.

Hace más o menos una semana decidí que este lugar me gustaba, conforme ha pasado el tiempo en Ushuaia me he dado cuenta de que me encuentro bien aquí, y que en invierno tiene también mucha vida. Luego está el detalle de que he  visto un pequeño local que me pareció perfecto para abrir una cafetería. Empecé a hornear cupcakes, pasteles y galletas en mi casa y a vendérselos a Julia para la pequeña cafetería que abre en la temporada alta. Es como si las cosas se fueran hilando solas. Pero no hay nada nuevo que contar, porque no he dado ningún paso más.

—No, no de momento —respondo encogiéndome de hombros.

Sonríe y vuelve a meterse en la cocina.

—¿Hay galletas?

Escucho su voz y cierro los ojos negando y sonriendo, no tiene remedio, es un goloso.

—Sí, las hice anoche.

Escucho como hace un ruidito placentero y río. Se vuelve loco con mis galletas, y cuando ayer se pasó a darme las buenas noches antes de irse a dormir se llevó una decepción cuando le dije que no quedaban. No puedo negar que las hice por él.

Se sienta a mi lado con una taza de café y dos galletas de las grandes.

—¿Y qué vas a hacer todo el día? —le pregunto encogiéndome bajo la manta y sorbiendo mate.

—Estar contigo, si te apetece.

Aprecio la claridad con la que habla, la tranquilidad, sus miradas cargadas de sosiego. No hay ninguna petición más allá que la de querer estar conmigo.

Asiento sonriendo.

Y siendo realista, un burbujeo especial y placentero comienza en mi estómago, extendiéndose como lava por todas mis entrañas. No quiero ponerme nerviosa, pero esa ansiedad que últimamente me recorre es como si me estuviera avisando de que no puedo aguantar más.

Hablamos del libro que estoy leyendo, de no hablar del proyecto de la cafetería, de mis pasteles, de mis manos…

Me las acaricia ahora que no tiene ni galletas ni la taza en las suyas. Estamos recostados en el sillón y yo estoy bajo su brazo, muy pegada a su pecho, sintiendo su calor, sus latidos y su paz, además de mi mariposeo loco en el estómago que trato de ignorar.

Pasa las yemas de sus dedos por los míos, haciendo el recorrido hasta la punta y volviendo para acariciar mis palmas, en silencio, solo escuchando el chisporroteo del fuego y nuestras respiraciones.

Que sus roces tengan una repercusión directa en toda mi piel me altera un poco más, dando libertad a la pequeña ebullición que tengo dentro de mí.

—Eres tan suave, Mara —murmura en un tono algo ronco, y besa mi cabeza, sin dejar de hacer sus caminos de mimos.

Sus manos no son ásperas, pero el trabajar a la intemperie hace que no sean precisamente suaves.

Me despego de él lo suficiente para alzarme y poner mis ojos a la altura de los suyos, siento que su mirada me quema, más que el calor de la chimenea. El ardor sube hasta mi cara y definitivamente me sobra la manta que me está cubriendo.

Me acerco y dejo un beso en sus labios, me separo; y el inspira, se lame el inferior y espera estático.

Noto como si el ambiente crepitara, como si hubiera una extraña tensión que hace que cada movimiento sea una declaración de intenciones.

Entonces, en una décima de segundo, todo cambia, Stephen se mueve hacia mí, alzando su mano izquierda y sujetando mi cara, atrayéndome hacia sus labios, creando una energía en mí que tarda décimas de segundo en desbordarse, me besa con la boca entreabierta, depositando su aliento cálido en mis labios.

Me fundo con él y cierro los ojos dejándome arrastrar por el beso que me deshace por dentro, sin culpas, con necesidad, sin remordimientos, con pasión…

Con movimientos lentos me echa hacia atrás, sin dejar de besarme; y me tumbo sobre el sofá con él cerniéndose sobre mí. Mis manos se enganchan a su corto pelo y mis dedos rastrillan su cuero cabelludo, haciendo que su garganta emita un ronroneo que a mí me lanza al limbo directamente. Ese sonido es por y para mí.

Acaricio su espalda por encima de la camiseta y llego hasta su cintura, introduzco mis manos y le toco la piel, franqueando el límite de su ropa interior.

—Si me tocas… —jadea en mi boca rompiendo el beso—. Si sigues tocándome…

—Tócame tú —le pido en un susurro agónico, no reconozco mi voz.

Me incorporo y me deshago de mi jersey, llevándome la camiseta interior con él y quedándome en sujetador. No deja de mirarme, sus ojos bailan entre mi escote y mi cara. Saca su camiseta térmica dejando al descubierto su pecho marcado; lo toco porque no puedo evitarlo, acaricio sus pequeños pezones, quiero lamerlos, quiero desatarme con él, quiero que me toque por todo mi cuerpo y especialmente en  mi sexo, que está pidiendo a gritos que le atiendan.

Desciende sobre mí y veo cómo se arrodilla en el suelo, porque el sillón es algo estrecho para los dos. Me besa en la boca, ejecutando movimientos lentos e incendiarios con su lengua y sus labios, dejándome jadeante cada vez que se separa para mirarme.

En un momento dado pega su virilidad a mi entrepierna y presiona, emito un gemido en cuanto el rayo certero en mi sexo se dispara por todo mi cuerpo, retorciéndome las entrañas. Le siento duro a través de la ropa. Su boca baja por mi mentón y llega a mi cuello, me besa y me lame.

—Mara… —susurra—, no voy a poder parar.

—No lo hagas.

Agarro su cabeza y él continúa besándome hasta llegar a mis pechos; yo abro el sujetador por su cierre delantero y él se muerde los labios justo antes de descender sobre ellos y lamerlos, besarlos y mordisquearlos.

Mis piernas están abrazadas a su cintura y busco con los movimientos de mis caderas la fricción en esa zona tan necesitada; él se aprieta contra mí y emite un pequeño jadeo ronco cuando presiona.

Sus manos en mi cintura me levantan y, con una facilidad pasmosa, se yergue conmigo encima y camina hasta ponerse frente a la chimenea, besándome, sujetando con sus enormes manos mi trasero y tocándome hasta donde llegan sus dedos.

Me tumba sobre la alfombra de pelo espeso blanco, con delicadeza, y me mira a los ojos cuando lleva las manos al botón de mis vaqueros; yo asiento, y él me quita los pantalones arrastrando mis bragas con ellos, se quita los suyos. Los dos, desnudos, sintiendo el calor del fuego y el de nuestros propios cuerpos, nos fundimos en un abrazo tumbados, él entre mis piernas, presionando mi nudo de nervios que siento que va a estallar; yo acariciando su espalda mientras el beso se vuelve urgente, más todavía.

Desciende besando mi barbilla, mi garganta, mis pechos, mi abdomen, mi ombligo y mis caderas. Me mira con sus ojos azules que ahora son mucho más oscuros por la excitación; y yo gimo porque me abrasa. Despacio besa el interior de mis muslos; yo me abro para él y cuando siento su lengua en mi sexo mis caderas se elevan buscando más, estoy al límite, y en un par de movimientos estallo en su boca.

El orgasmo me hace perderme en el placer que me da, y cuando vuelvo a mí, la ternura con la que me está acariciando las piernas me hace sonreír, siento que me estoy dando a este chico, por su respeto, su trato, su templanza y por su paz, su seguridad, y la mirada de devoción que me dedica en cada segundo que pasamos juntos.

—Eres tan bonita —susurra.

Me yergo y me arrodillo frente a él. Con mis manos, todavía algo temblorosa, me aferro a su cuello, y le beso con todo el amor que siento ahora por él y que no sé si seré capaz de expresarlo en palabras sin sentirme del todo desleal e infiel.

Me abraza y deja que yo me eche sobre él, poniéndome a horcajadas, sin separar nuestras bocas, sin dejar de acariciar nuestras pieles. Me acomodo sobre su virilidad.

—¿Estás sano? —pregunto un poco avergonzada, el asiente, abriendo más los ojos, por la sorpresa—. Tomo la píldora —confieso; sus manos se posan en mis caderas y me guía, sin dejar de mirar mis ojos, haciendo del momento algo tan intenso que parece hasta frágil, como si pudiéramos saltar por los aires de un momento a otro.

Me penetro con su erección, despacio, y los dos dejamos escapar un jadeo ahogado; mi piel se pone de gallina al sentirlo en mi interior, a él, en mí…

Cierro los ojos y antes de dejarme arrastrar por recuerdos y por sentimientos de culpabilidad, siento su aliento dulce en mi cara, se ha erguido y me susurra:

—Mírame. ¿Estás bien?

Abro los ojos y sonrío al ver los suyos, azules, profundos, cargados de paz, de mi paz…

Asiento y comienzo a moverme despacio, sobre él, creando la fricción que hace que ambos temblemos de placer. Todas mis terminaciones nerviosas claman por un poco de su contacto, necesito que me toque por todos los sitios, y como si mis deseos se hubieran vertido directamente en su mente, sus manos comienzan a recorrer mi espalda, mis brazos, mis hombros, mis pechos, mi cuello y mi cara, las yemas de sus dedos me acarician los labios a la vez que se derrumba en el suelo y respira entrecortadamente por la boca.

Yo también lo siento, se está fraguando en ambos algo que nos va a hacer estallar. Y así es…

—Mara… voy a…

—Hazlo —gimoteo y dejo caer mi cabeza hacia atrás mientras me ensarto de nuevo en él y siento otro orgasmo recorrerme entera, me aprieto contra sus caderas y me tumbo sobre su pecho, sintiendo mis espasmos y a él…

 

No sé cuánto tiempo llevamos sin apenas movernos. Stephen nos ha tapado con una manta que estaba en el suelo y los dos miramos en dirección al fuego. No hemos dicho nada.

Mis recuerdos se han agolpado en mi mente segundos después de bajar del clímax, mis lágrimas han salido tímidas y han rodado por su pecho; su abrazo me ha sostenido y sus dedos han limpiado una lágrima silenciosa a la vez que besaba mi cabeza. No ha hablado, solo ha respetado mi silencio.

No pensé que sería capaz de tener sexo con alguien que no fuera Samuel, nunca había imaginado que, de hacerlo, se sintiera así de bien. Supongo que es porque ha sido con él, porque me ha dado mi tiempo y ha respetado todos mis espacios, porque ha sido paciente y porque cada vez que lo miro veo en sus ojos la entrega y la sinceridad.

Cierro los ojos y sé que a Samuel le gustaría que fuera feliz, que encontrara a alguien que me adore como él lo hacía. Sonrío y dejo que las últimas lágrimas salgan solas.

Me limpio con la mano y me levanto sobre Stephen, apoyándome en su pecho. Me mira con algo de preocupación.

—Gracias —le digo sonriendo.

Él limpia la comisura de mi ojo con su pulgar y sonríe. No hace falta decir nada más, ambos sabemos que mi agradecimiento es por todo, por cómo se ha comportado conmigo y cómo lo sigue haciendo.

Se sienta y no me deja que me aparte de su regazo, me pega a él y me abraza, tapándome con la manta y apoyándose en el sillón.

—Eres lo mejor que me ha pasado en mucho tiempo —me dice muy cerca de mi oído; me incorporo un poco para mirarle a los ojos—. Gracias a ti por dejarme entrar en tu vida, por confiar en mí, por entregarte. —Con sus nudillos roza mi mejilla.

Sonrío… Niego con la cabeza y le beso en los labios, que están colorados y son completamente apetecibles.

—Dejemos de darnos las gracias entonces —le digo arrugando la nariz y sin perder la sonrisa—. Los dos nos sentimos agradecidos, ha quedado claro.

Me abraza con fuerza e inspira, me besa en la sien y siento su sonrisa dibujarse a través de mi piel.

—Tenía muchas ganas de sentirte así, suave y desnuda contra mí.

Y me acurruco en él, sintiendo que los sentimientos por este chico crecen cada día a pesar de que nunca había pensado volverme a enamorar.

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