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Prólogo JANO

 

Seis putos años y no escarmiento.

Estoy en el interior de su vestidor, desnudo, con mi ropa en la mano y aguantando las guarradas que se están diciendo para ponerse más a tono.

«No me lo puedo creer, joder…». Sí, sí me lo puedo creer, pero si me lo digo en plan pensamiento hago ver que soy menos gilipollas. Y encima… encima acabo de mirar por el orificio de la llave, ¿para qué?, para ver cómo Jaime le come el coño.

Me apoyo contra la pared, cierro los ojos y me aguanto las ganas de llorar.

«Soy patético, joder…». Sí, esto sí que es cierto.

Me visto sin hacer ruido, aunque con los gemidos, las frases cerdas en alto y los golpes rítmicos que están sucediéndose en la habitación, dudo mucho que vayan a darse cuenta de que estoy aquí, empalmado como el rey de los idiotas. Ni esto me ha bajado la polla.

Encima lo sé, sé que voy a perdonarle, como siempre, como cada mierda que me hace tragar.

Estoy enamorado, ¿no soy lamentable?

Hoy pretendía decírselo, no había venido para hablar de la novela que no sale, aunque ese fuera el pretexto. No quiero estar con nadie más, quiero estar con él, y quiero que él esté conmigo. Sí, es doce años mayor que yo, pero me la come, no solo él, si no la diferencia de edad.

Con la ropa puesta, y ya calzado, me dejo resbalar por la pared. Sigo escuchándolos, siguen follando como locos. Me tengo que largar. Miro la puerta que él me ha dicho que había para poder huir, que debe de comunicar con otra habitación y…, joder.

—Me tengo que largar de ti —murmuro con rabia, volviendo la cabeza hacia la puerta que nos separa.

Siento muy dentro lo que acabo de decir. Hay una certeza que me golpea con fuerza, con mucha fuerza, tanta que siento que se tambalean los seis años con él. Creo que es la primera vez que me lo admito con esta vehemencia. Lo que está pasando al otro lado ha tirado por tierra las intenciones de esta visita, me ha abierto los ojos tan a lo loco, que la sensación me desborda. Y no es que esperara que Jaime fuera célibe con su mujer, claro que no, porque tampoco soy gilipollas, pero saberlo de primera mano me ha mostrado lo que no quería ver. Jaime y Lydia no están mal, a mí no me necesita, de mí se aprovecha.

«Joder… Qué usado me siento…».

¿Se tenían que poner a follar?

¿No me tiene ni un mínimo de respeto? Su polla estaba en mi boca.

«¡En mi boca, joder!».

Pero claro que sí, porque la erección que he hecho crecer con mi lengua y mis dientes no se la bajaba ni un puto funeral.

«Cabrón… Jodido morboso de mierda». Si seguro que acabar con ella le provoca más excitación, y hasta le pone que los esté escuchando.

—Hijo de puta… —murmuro entre dientes, con un temblor que empieza a ser demasiado visible.

Joder, se me rompe el pecho. Noto la rabia subiendo desde el estómago. Creo que voy a vomitar.

Salgo de allí apretando la mandíbula, bajo las escaleras y no llego a la puerta de entrada, me meto en el baño y lo echo todo. Y encima lo lloro. Joder…, lo lloro y me aparto las lágrimas a manotazos.

Si el imbécil soy yo. Él no me ha mentido, no ha hecho promesas de dejarla, de dejar su vida de cara a la galería tan importante, no me ha dicho nunca más allá de lo que le pongo, del morbazo que le da follarme en su despacho de la editorial, de que se la coma de rodillas bajo su escritorio, de hacerlo él mientras trato de escribir en mi casa…

¿Cómo se me ocurre venir con la intención de que las cosas cambien?

«Imbécil, imbécil, imbécil…».

—Se acabó.

Me dirijo al despacho donde tantas veces hemos hablado de mis libros, de las portadas, de las correcciones, y sí, donde alguna vez hemos follado.

Lo espero.

Espero a que terminen.

 

 

 

1 JANO

 

Vilar de Bicos, ¿cuánto hace que no pisaba este lugar?, ni lo sé. El último recuerdo que tengo de aquí todavía vivían mis abuelos, pero no mi padre. Estuve entre los dieciséis y los dieciocho.

He avisado a mi madre. No quería dejarla al margen de mi decisión, por muy precipitada que haya sido. Me ha advertido de que si llegaba demasiado tarde no podría molestar a Maruxa, pero me ha prometido que la llamaría para que me dejara las llaves debajo de la maceta derecha de la entrada principal.

Dos horas después de salir del chalet de Jaime, me he largado de Madrid con la maleta de las giras. Ser tan ordenado y metódico me ha hecho poder huir sin demorarme demasiado en casa. No me he olvidado de la ropa y el calzado para salir a correr, porque es lo que me nace: salir a correr sin parar. De hecho, si estoy aquí es porque la necesidad de desaparecer me ha sobrepasado, me ha lanzado a hacerlo casi sin darme cuenta, y tengo la necesidad de escapar. ¿De quién? puede que de mí, porque he sido yo quién ha permitido eso tantos años.

El ordenador portátil también viene conmigo.

En cuanto bajo del coche, notando todavía el cuerpo vibrar después del viaje cargado de tensión y velocidad, la luz de la entrada de la casa de al lado se enciende y sale Maruxa. No me acordaba exactamente de ella, pero en cuanto la veo la reconozco. Es mayor que mis padres y más joven de lo que eran mis abuelos, pero han sido muy cercanos desde siempre. Sé que Maruxa y su marido consideraron a mis abuelos casi como a unos padres, y es la que se encarga de evitar que la casa se hunda.

—¡Ai, fillo[i]! Pero qué alto y qué guapo estás. —Me da un abrazo con olor a matanza y a humo—. La casa está medio decente, si me avisaras con tiempo estaría mejor. Te habría hecho la cama.

—No te preocupes —trato de tranquilizarla, está en plan metralleta intercalando palabras en gallego.

—Sí, claro que lo hago. La ventilo y la mantengo todas las semanas, pero desde la pasada no lo hice, así que mañana abre todo. Ahora no que vas morrer [ii]de frío, hay mucha humedad.

Hace el amago de acompañarme, de hecho, me coge del brazo, con un paraguas en la otra mano para empezar a andar.

—No, Maruxa, no salgas. Te agradezco todo lo que has hecho. —Parece que la convenzo porque no insiste y deja el paraguas en un cubo enorme al lado del cual también hay botas de goma.

—La huerta está limpia, porque Abilio pasó la desbrozadora hace tres días, que de silva que había no se valía casi ni pasar.

—Lo que no hay es butano, rapaz[iii]. Espera. —Abilio aparece detrás de ella, y con gesto adusto desaparece por una puerta.

Maruxa me da ciertas directrices para que me familiarice con la casa y lo agradezco. Ya sé dónde hay sábanas y toallas, y tendré que encender el frigorífico y el congelador.

Abilio aparece por un lateral con una bombona de butano.

—¡Échame una mano!

Creo que, si mi padre no me hubiera hablado en gallego el ochenta por ciento de las veces, ahora estaría perdido hasta con estas frases cortas, porque Abilio no lanza ni una palabra en castellano.

Una vez dentro, me enseña cómo va el calentador y se dirige presto a la lareira[iv], que es la chimenea del salón. Empieza a acumular palos pequeños y la prende.

—A veces encendemos para que se temple un poco. —Maruxa aparece por la puerta con una pequeña cazuela—. Es caldo de este mediodía. Está templado porque le di un hervor hace un poco, no fuera a estropearse, que con esta humedad… —se queja.

Me quedo solo en la estancia, el silencio sustituye al trajín que conllevan mis actuales vecinos. Su generosidad me parece inaudita, y me han dado hasta ganas de abrazarlos, porque los «gracias» que he ido soltando me parecen escasos.

Miro la televisión, una caja enorme con una pantalla que no lo es tanto. Me pregunto si funcionará. Sé que aquí la tecnología no es puntera y que para conectarme con el portátil tendré que compartir mis datos desde el móvil, pero está todo controlado. Todo lo que se puede, claro.

El puto corazón sigue doliendo, ¿o es el orgullo? Da igual, estoy bastante roto y con un bloqueo enorme. Pienso en mi ordenador, y soy demasiado consciente de que estoy aterrado ante la página en blanco. Ya lo estaba hace dos semanas, que debería haber empezado a escribir, ahora no hay duda de que esta mierda con Jaime no me favorece.

—Tengo que desconectar y todo volverá —lo digo en voz alta.

Miro el fuego que está haciendo de la sala algo más acogedor.

Caigo en la cuenta, mientras miro a mí alrededor, de que no hay un sofá, pero claro, mis abuelos nunca lo tuvieron. Está la mesa de comedor con seis sillas, un aparador alucinante hecho por mi abuelo, y el mueble de la tele. No recuerdo verla mucho cuando estaba por aquí.

Hay cuadros de mi padre que si los coleccionistas se enteraran de su existencia, se volverían locos, pero las probabilidades de que estén estropeados son altas. Hay demasiada humedad.

Mi móvil se ilumina, y me doy cuenta de casualidad; siempre lo llevo en silencio. Es mi madre, a la que he llamado, sin recibir respuesta, justo en la gasolinera que hay unos kilómetros antes de llegar.

—¿Todo bien, cariño? —la voz de Tina Santamaría atraviesa la línea y parece que la siento a mi lado.

—Sí, ya estoy en casa de los abuelos.

—¿Cinco horas y cuarto, Jano? —pregunta preocupada, pero sin levantar la voz. No le hace falta, marca las pausas para dar fuerza a la disconformidad que quiere expresar.

Resoplo y cambio de tema.

—Maruxa y Abilio lo tienen bastante controlado. A esta gente les estaremos pagando algo, ¿no?

Escucho cómo toma aire, supongo que dándome por perdido con el tema velocidad.

—Creo que lo harían por nada, pero como ellos no tienen tierras, explotan de forma gratuita las de tus abuelos.

Hay un silencio entre nosotros que me cuenta que le gustaría estar conmigo, y un suspiro que me muestra su incomprensión. Los silencios, con ella, siempre son mejores.

Espera a que hable yo.

—De verdad que está todo bien, mamá. Necesito desconectar y salir de un bloqueo. Solo me ha parecido una muy buena idea venir.

Podría hablarle de Jaime, pero es demasiado largo, y no tengo energía para hacerlo. Si no lo he hecho antes, ahora no es el momento. Además, no quiero preocuparla, o no más de lo que ya lo estoy haciendo con mi marcha repentina. No, yo no soy así, soy de los que me quedo y aguanto, tranquilo, pensando, o de los que planifico, todo de forma ordenada, y luego me voy. Pero esto… con esto no he podido.

—Así sin meditar nada, Jano —no hay preocupación en su voz, lo dice para que sea lo que sea que he venido a hacer aquí, lo haga—. Un cambio tan repentino tiene que significar algo. Espero que sirva.

—A veces improviso, mamá —lo digo con retranca, para quitarle ese peso que me transfiere, esa responsabilidad que me ha transmitido a conciencia.

Se ríe bajo, para y sonríe; lo sé porque en sus siguientes palabras la escucho.

—Si tú lo dices… —Coge aire—. Sabes que allí la lavadora no funcionará, que deberías comprar una. Y una secadora también, porque como le dé por llover no secas fuera ni unos calcetines… —Me lo dice porque siempre va a tener en cuenta mi comodidad, y sabe que, con el tema de la ropa limpia, soy un tanto especial—. En fin, —escucho cómo sale el aire despacio por su nariz; cierro los ojos. Si me esfuerzo puedo olerla y su aroma a mimosas me envuelve—, nunca es tarde para cambiar formas de actuar. Pero sabes que me tienes para hablar de lo que sea, ¿verdad?

Es tan intuitiva que menos mal que la charla es por teléfono, si no ya me habría sacado la vergonzosa historia que me ha llevado a tomar esta decisión, una de la que estoy seguro que siempre ha sospechado, pero que no ha preguntado porque dando espacio es la mejor, aunque le duela.

—Lo sé.

—Has escogido un buen lugar, Jano.

«Eso espero».

—Te quiero —susurro, de repente mi realidad me aplasta un poquito y la melancolía me moja los ojos.

—Te quiero.

 

He hecho la cama, abierto la maleta y colocado todo en la habitación que he decidido ocupar. Es la de mis abuelos, tiene un escritorio pegado a la ventana con vistas a la ría de Bicos, y me ha parecido un buen lugar para situarme con el ordenador. A un lado, hay una máquina de escribir antigua, con la que mi abuela compuso muchas de sus letras. Puede que su presencia y toda la inspiración que transformó en canciones me envuelva estos días aquí y me ayude a salir del bloqueo.

Bajo a la sala, que se ha templado bastante y deja que el calor entre en las demás estancias, y ojeo el móvil mientras entro en la cocina. Voy a cenar el caldo de Maruxa porque además huele de vicio.

Hay dos llamadas y un mensaje. Son de Jaime.

 

«Joder, me has dado un susto de muerte cuando he visto que no te habías ido, pensaba que nos pillaba. ¿Cómo se te ocurre esperarme en mi despacho? Te iba a llamar enseguida. En cuanto has desaparecido se ha mosqueado, no me puedes hacer eso, cabrón, que no soy tan joven como tú y puedo morir de un infarto. Ja, ja, ja. ¿Por qué no me coges el teléfono? ¿Es verdad lo que has dicho?, ¿te vas?  Dime si es así y dónde, porque amaño una visita de trabajo y pasamos unos días juntos».

 

Su cara cuando me ha visto en el despacho ha sido épica. Si no me hubiera dolido tanto escuchar cómo han pasado por delante riendo los dos, y se han besado de forma bastante lasciva al final de la escalera, podría haberla disfrutado; sí, y su casi tartamudeo, cuando ha tenido que afrontar que seguía allí, también. Pero el cabrón, que él sí que lo es, tiene muchas tablas para todo, y para engañar está visto que más, porque ha salido del paso sin problemas. Ha hablado con una fluidez envidiable de mi bloqueo y me ha aconsejado que me tome unas vacaciones. Decirle que me iba parece que hasta le ha venido bien, me lo ha aconsejado como si la idea fuera suya, después de una charla controlada sobre fechas, entregas de manuscrito, cálculo de tiempo con el último libro que hemos lanzado…

Lo he odiado, mucho, porque me daña y me duele. Conceptos diferentes. Me daña él con todo lo que hace y lo que no hace, me duele a mí, aunque ni siquiera lo tenga delante.

Por un segundo lo pienso, valoro esos planes que me propone en el mensaje. Mi mente me lleva a una realidad aquí siendo nosotros, pero no, joder… No quiero eso, no quiero ser más una puta aventura por la que siento que tengo que ofrecer mis alas.

Que Jaime ha ocupado todo el tiempo, que ha tenido libre, en mí es un hecho. Si hasta sacaba diez minutos, aunque el desplazamiento fuera de una hora, para venir a verme desde donde fuera… Bueno, no era verme lo que le gustaba hacerme, precisamente, y puede que eso me haya minado tanto, me haya ido vapuleando tan adentro, que después del número de hace unas horas, no haya tenido más remedio que huir de allí.

De él.

Dejar de entender su postura, su situación y empezar a hacerme cargo de la mía.

 

 

2 AMIL

 

—Ya sé que no puede llegar a la arena, y no llega. Solo lo hago en mi parcela —le insisto, y no es la primera vez. Le cuesta verlo.

Te voy a ser sincero, Anxo es un hombre muy capacitado, muy bueno en lo suyo, aunque dudo de si me ha entendido a la primera. Parece ser que no.

Debería haberlo hecho con mi padre y mi hermano, estoy convencido de que lo habríamos sacado adelante, pero tienen mucho curro en la panadería, y no quiero sobrecargarlos.

—Arre carallo[v]... Solo digo que, si luego te hacen quitar todo, no me vengas con hostias que ya te lo avisé.

Pongo los ojos en blanco, mis manos van a mis caderas mientras inspiro y me cargo de una paciencia que creo que se me está terminando y solo llevo despierto tres horas.

—Joder, Anxo. —Inspiro y me muevo un poco, me froto los ojos y la barba—. Solo digo que esto se puede hacer. Mira.

Le muestro el proyecto; creo que pasa de él. Ya tiene su componenda en la cabeza y no necesita más. Vuelvo a inspirar con fuerza, retengo el aire y confío en que lo estudie, aunque sea un par de segundos; lo hace, tampoco dice nada. Me mira y se agacha para seguir trabajando la madera que dará forma a la terraza que el Bar A-Mar va a tener este verano. Se acabó sacar cuatro mesas mal puestas a la entrada.

Respiro despacio, debo confiar en él. Sé que trabaja bien, aunque es un poco tozudo; yo también lo soy, no me voy a quitar méritos. Miro alrededor, es un lujo lo que voy a tener aquí, en la aldea de Vilar de Bicos, en su pequeña playa, porque es realmente mínima. Si por algo acepté montar mi bar aquí, en cuanto mi padre me dijo que los hijos de Salvador iban a mal vender la pequeña casa, fue por las vistas a la ría y su atardecer. Son una gozada. Aunque ahora miro al cielo y… ¿Si te digo que estoy hasta las putas pelotas de la lluvia me crees?

Si es que no nos ha dejado ver ni un solo atardecer en meses. Ni siquiera uno de esos que son la hostia porque a pesar de haber estado lloviendo, las nubes levantan justo en el horizonte, en plan telón, para que podamos decir adiós al sol.

Necesito unos rayitos de sol y sé que esta tregua de agua es engañosa. Miro a Anxo y preveo que el avance de la obra va a quedarse en nada. Controlo la mala hostia, porque de esto nadie tiene la culpa. El chico que trabaja con el amigo de mis padres no ha llegado; me dan ganas de ponerme a currar con él.

Me meto en el interior para atender a varios parroquianos que se pasan todas las mañanas para tomarse un café, alguno con aguardiente, y a leer la prensa local.

Sirvo los cafés y levanto la cabeza, justo cuando empiezan a entrar varias mariscadoras, entre ellas mi hermana, que es quién las arrastra hasta aquí. Les sirvo los almuerzos que se han ganado con creces. Fue ella la que me obligó a hacer de la carta de tapas y almuerzos algo mejor, porque si no sus colegas de curro no iban a venir solo por mi cara bonita. Respecto a esto último, Lucía, una de sus amigas y compañera de faena, discrepa. Ya declaró que no le importaba venir solo a verme: Tiene muy poquita vergüenza, pero la apreciamos mucho y yo me desgüevo con ella.

Terminan el almuerzo. Mi hermana, antes de irse, me da un beso.

—¿Yo también puedo? —pide Lucía, esa que, aunque sirviera agua con jabón de tapa iba a seguir viniendo a almorzar.

—Ven aquí, Luci, si quieres también te doy un morreo. —Abro los brazos y le pongo mi cara de golfo.

—A mí lo que me va a dar un día es un parraque, Amiliño. No juegues con mi fanfanucha[vi] que me la infartas. —No se pone ni un poquito colorada, me pregunto si habrá algo o alguien que lo consiga.

—Eres tan fina —le recrimina mi hermana.

—Fanfanucha mejor que decir coño, dónde va a parar —se justifica.

Le doy un beso en la mejilla y se van. Salgo fuera, hace rato que la lluvia no deja de caer, es fina y me doy cuenta de que Anxo y su compañero han montado un toldo.

—Si no lo hacemos no terminamos ni para julio —me dice cuando me pilla mirando.

Asiento; con las manos en las caderas echo un vistazo a la playa, la marea ha empezado a subir hace un rato, el cielo plomizo se junta con el mar allá a lo lejos, justo donde la ría se abre a él, y el día promete ser como si estuviéramos en pleno febrero, salvo que estamos en mayo y necesitamos una tregua de lluvia. No sé si a ti te pasa, ya te digo que a mí, de dos meses lloviendo me sobra por lo menos uno, porque sí, soy gallego, pero estoy hasta las pelotas. ¿Te lo había dicho?

Miro a mi derecha, las ventanas de la casa del artista están abiertas, como muchas otras veces. Frunzo el ceño al ver que en una de ellas hay alguien asomado, mira hacia la misma playa en la que estoy. Hacía mucho tiempo que no veía a nadie allí, nadie que no sea Maruxa o Abilio manteniéndola en pie, quizá se hayan decidido a alquilarla o venderla.

El móvil vibra en el bolsillo de mi delantal y lo saco a la vez que vuelvo dentro del bar. Es Álex.

 

«Libro en cinco días. Le he prometido a mi hermano que le ayudaba con la mudanza».

 

«¿Podrás venir a la inauguración?».

«Espero que sí».

 

Hace casi un mes que no veo a Álex, y tenía ganas de estar con él. No niego que me joda su plan de ayuda a su hermano, pero lo entiendo, yo también lo haría.

Voy a prepararles el almuerzo a mis trabajadores de la terraza, que bien se lo han ganado, sobre todo porque me han asegurado que, aunque llueva, va a estar lista para el penúltimo fin de semana de mayo sin problema. Vamos, de hecho, va a estar lista antes. Esa es la fecha límite porque me apetece hacer una pequeña fiesta de inauguración ese sábado, para la gente de la zona, antes de que los veraneantes y los turistas estén por aquí. Espero no tener que tirar de lona porque la jodida lluvia siga aquí, martirizándonos. Qué primavera, hostia…

 

 

 

3JANO

Cuatro días aquí sin dejar de llover, no para ni una hora, o soy yo que no la pillo. Cada vez que salgo fuera, a mirar el mar, el calabobos este me empapa más rápido de lo que creo.

Me da igual. Hoy ya no puedo esperar a que amaine, me calzo las zapatillas y me voy a correr, por lo menos a echar un vistazo a las rutas por donde pueda hacerlo para volver al hábito. Que, con las comidas de Maruxa, que están de vicio, voy a ponerme como una bola. Además, necesito sacar la mente de donde la tengo.

Estaría bien que pasara del móvil y de los continuos mensajes de Jaime, que dejo sin responder y en visto, en plan cabrón. A ver, ¿quién ha sido más cabrón aquí?, creo que puede manejar mi ghosting[vii] sin problema después de haberse tirado a su mujer en mi puta cara, con una erección que era mía, ¿no?

Me sorprendo por el cabreo que muestro así, como salido de la nada. Bueno, de la nada no, que llevo tres días autocompadeciéndome, y me aburro de mí mismo.

Me levanto y miro el portátil en el escritorio, uno que no me sirve para nada, porque soy incapaz de tirar una sola línea. No me vienen personajes ni escenas ni mierdas…

La primera noche pensé que vivir en esta casa, me daría alguna idea. El psicothriller[viii], que es lo mío, podría tener una trama en un lugar como en el que me encuentro. Pero no, no despierta nada. Ni si quiera la lluvia incesante que es el cliché más manido para el terror y el suspense.

Me lanzo a la carrera en cuanto pongo un pie fuera, y sigo la pista hacia mi derecha para recorrer la zona de la playa que veo desde mi habitación. Me pongo de barro hasta el culo, de forma literal, y de agua, de agua también, joder cuánta agua por todas partes.

«Galicia no sería lo que es sin tanta agua, fillo[ix]», escucho a mi abuela en mi mente, con su acento portugués.

Después de llegar al final de la playa, subo por las pistas entre las casas para pasar al otro lado del cabo, donde veo el puerto desde lo alto. Necesitaba esto desde que llegué, quiero sentir que me queman los pulmones, que me vibra la piel, quiero cansarme, mucho, apagar el cerebro, porque no necesito más enfados con él ni conmigo. Quiero apagar a Jaime.

Decido recorrer Bicos, el pueblo grande que tenemos junto a la aldea, y cuando estoy demasiado empapado, doy la vuelta, haciendo exactamente el mismo camino en sentido contrario. Termino justo debajo de mi casa, que se ve en lo alto, detrás de los eucaliptos que me tapan parte de la ría.

No me lo pienso, entro en el bar que hay, donde veo la construcción a medias de una terraza a pie de playa, y decido que voy a tomarme un café caliente. Qué mal me llevo con el jodido butano y los hornillos, ¿se puede ser más inútil? Menos mal que el calentador del agua es otra historia.

Joder, estoy helado, la ropa técnica está mojada, lo bueno es que no se empapa como la de algodón. Entro y me siento en un taburete alto de la barra, noto que al calor le cuesta traspasa la tela húmeda.

Hay un par de paisanos en las mesas leyendo el periódico. Entran cuatro chicas, una de ellas canta a voz en grito la canción ganadora de Eurovisión de este año, Terra, de Tanxugueiras[x].

—¡Mi maaa! —frena su canto al verme, y me mira sin vergüenza ninguna—. Que aquí van a quitarle el puesto a Amiliño.

Las otras tres se vuelven y me echan un vistazo. Puedo ver las miradas apreciativas, y no me amedrento, serán los años fingiendo que estoy cómodo entre gente que me mira. No es la primera vez que atraigo miradas, aunque puede que no tan descaradas. No voy a negar que suscitar esos levantamientos de cejas siempre me ha dado apuro, supongo que he aprendido a interpretar el papel de escritor seguro de sí mismo y es el que desarrollo ahora. A pesar de ir vestido con ropa de deporte y empapado, como la jodida arena de esta playa que no deja de mojarse día tras día.

Aparece el camarero, sale de lo que intuyo debe de ser la cocina, y me sorprendo porque no esperaba encontrarme a un tío bueno, con todas las letras, aquí, sirviendo en el bar.

Seré más conciso, y menos pobre en palabras, es un chico atractivo, moreno con el pelo algo largo, los ojos oscuros y grandes y una barba bastante cerrada, cuidada como si fuera solo de varios días. Lleva una camiseta blanca de manga larga remangada en los antebrazos, morenos, velludos. Le marca el tren superior, sí, pectorales, brazos…

—¿Cómo está la mar? —les pregunta con una voz grave, cálida.

—Salada —contesta una de ellas.

—Las ganas que tengo yo de percebes no lo sabe nadie —suelta la misma chica que ha gritado al fijarse en mí.

—Todos, lo sabemos todos —le contesta otra, que entra en la barra y besa al camarero en la mejilla.

La más descarada no deja de lanzarme miradas, y lo sé a pesar de que no he dejado de mirar al frente, esperando que me tomen nota. Se anda con pocas sutilezas.

—Atiéndelo antes, que ya estaba aquí —dice otra, y sé que se refiere a mí.

Entonces él, el chico atractivo, repara en mí y sonríe, pero no es una impostada, o no me lo parece. Veo sus dientes, perfectos, y las comisuras de sus labios y ojos se arrugan un poco.

—Buenos días —saluda.

Levanto las cejas, porque de buenos tienen poco. Además, lo dice en plural, ni el de ayer ni el de antes de ayer ni mucho menos el de hoy, están siendo buenos.

—Ya, no lo son —me dice, como si yo hubiera expresado en voz alta mis pensamientos grises como el cielo—. Lo de estas semanas está siendo demasiado hasta para los de aquí.

—Llámalo meses, no te cortes, que van a ser dos sin tregua —dice una de las chicas.

—Buenos días —contesto, intentando ser agradable—. ¿Me pones un café solo doble?

Sí, lo pido doble para que me dure más en el cuerpo, y así no encender los hornillos. Hoy, como tengo empanada de Maruxa y unos tomates que pillé en el súper el otro día, creo que no voy a encenderlos para nada. Estoy hasta los huevos de quemarme el vello de los nudillos, que no tengo mucho, joder, pero lo del olor a cerdito socarrado lo llevo mal.

Él observa con detenimiento lo que se ve desde su posición, creo que mi ropa pegada al cuerpo le dice que, efectivamente, estoy calado hasta los huesos, y cuando sus ojos llegan a los míos frunce el ceño y retira la mirada.

«¿Se acaba de sonrojar?».

Me sirve el café y acto seguido empieza a colocar sobre la barra una comanda que no han pedido, por cierto, lo que me indica que conoce muy bien a las chicas que se han sentado alrededor de una mesa. Muy agudas, porque se han situado cerca de la chimenea encendida que otorga al lugar un calor que por fin empiezo a sentir. Quizá debería ir a otra mesa cercana antes de que pille una pulmonía.

Decido que lo mejor es tomarme el café y largarme a darme una ducha caliente, porque quedarme aquí, sin motivo, es el absurdo del siglo.

 

 

 

 

4AMIL

Cada dos días el chico de los ojos azules entra y se sienta en uno de los taburetes altos de la barra. No es tan tardío como la primera vez, no, llega el primero cuando abro. De hecho, es tan puntual que me asusta un poco. Siempre la misma hora, un minuto antes, un par después, sobre las nueve de la mañana está aquí. Está claro que viene de correr y lo hace temprano.

Cada dos días llega empapado, marcando su cuerpo delgado y fibroso, con las mejillas llenas de color sobre sus pómulos altivos, y con un jadeo bajo.

Cada dos días me mira a los ojos y me pide café, doble.

Cada dos días, excepto los buenos días, el café y la despedida, se mantiene en silencio y observa.

Y hoy… hoy, que ha salido el sol, me pregunto si el chico que vive en casa de los artistas vendrá como cada mañana. No le he preguntado nada, no sé si está de vacaciones o si ha comprado la casa, es demasiado callado para sacarle información a las bravas.

No te hagas líos, ¿eh? Es un forastero, lo tengo fichado porque no es de los de siempre.

Termino de abrir las ventanas que dan a la playa para que entre esa sensación de humedad de la mañana, que impregna cada milímetro de mi tierra, y los bienvenidos rayos de sol. Sí, sé que, aunque se pase una semana brillando, hacer que el agua que nos ha empapado durante casi tres meses pase desapercibida, va a ser complicado.

Entonces lo veo. Llega al trote hasta el inicio de la pérgola que Anxo terminó el lunes. La terraza ha quedado muy bien, y esta tarde vienen a poner los toldos. Han elegido un gran día, porque no se esperan lluvias.

El chico de la casa de los artistas está con las manos apoyadas en sus rodillas inclinado hacia delante y respirando con fuerza. Se levanta, pasa la mano por su cabeza de pelo claro y muy pero que muy corto,  y me ve.  Alzo la barbilla y sonrío a modo de saludo.

Te voy a contar un secreto, venga. El primer día que lo vi me sonrojé. No porque me diera vergüenza ni nada, sino porque mirarlo me provocó calor, de ese que nace más abajo de las tripas. La palabra exacta en gallego es quente[xi], me puso quente, y por eso mi cara se puso colorada. Admito que es guapo, que parece interesante, pero ya.

—¿Puedo tomar el café fuera? —alza la voz y señala una mesa y una silla que no están apiladas. Son las mismas que saqué el día que quedó todo terminado para, en un receso de minutos que nos dio el temporal, observar cómo había quedado todo.

—Sin fallo, te lo saco ahora. —Entro sonriendo a la barra.

Entonces frunzo el ceño y me pregunto por qué, ¿a qué viene esto? Venga, ya he reconocido que me parece interesante, que me puso algo quente, pero… ¿esta emoción? La incertidumbre de si vendría, la sorpresa de que lo haya hecho, la sensación agradable de que esté aquí…

«Estoy un poco tontazo, ¿no?». Resoplo y cierro los ojos, niego deprisa. Estoy notando la ausencia de Álex en mi polla, que todavía no sabe si va a venir la semana que viene.

Dejo el café en la mesa. Está con los ojos cerrados y la cabeza inclinada hacia atrás. Conozco esa necesidad de que te dé el sol en la cara después de tanto tiempo sin sentirlo.

—Es agradable, ¿verdad? —murmuro, no sé si me ha oído. Qué hostias, no sé si quiero que me haya oído.

—Lo es… he llegado a pensar que me saldrían branquias. —No abre los ojos y te aseguro que es la frase más larga que he intercambiado con él.

—Siento que suene a tópico, pero Galicia es así. —Estoy siendo amable, tengo que serlo, es mi bar.

—Lo sé. —Abre los ojos y me mira sin desviarlos de los míos, son mucho más azules que de costumbre, el brillo del sol hace que sus pupilas sean más pequeñas y el iris lo ocupa casi todo.

Me ha dado la sensación de que iba a arrancarse a hablar más. No lo ha hecho, por lo que, como de costumbre, vuelvo a mis cosas. Y lo hago quitando importancia a todo, porque es normal que la llegada de un forastero guapo me llame la atención. Voy a preparar los pinchos para el almuerzo y a hablar con la empresa de los toldos para asegurarme de a qué hora vienen. Con el día que va a hacer hoy habría venido bien tenerlos puestos ya.

El chico entra a dejarme el euro veinte en la barra y se despide con un «nos vemos».

—Nos veremos —digo para mí, sin dejar de sonreír. Porque sí, espero volver a verlo, alegrarme la vista, ¿por qué no?

Entonces se da la vuelta y viene con decisión a la barra.

—Mira… —empieza parpadeando y observando, esta vez con dudas, a todos los lados—. Tiene que haber alguna panadería aquí, en la aldea, sin necesidad de ir hasta Bicos, ¿verdad?

Subo las cejas, sonrío, no puedo dejar de hacerlo. El manejo de los forasteros por la zona siempre me ha hecho gracia, y en él me provoca hasta cierta ternura.

—Sí, hay una panadería. «O Forno de Tabuia[xii]», está justo detrás de aquí, por esta subida. —Señalo con mi mano la parte izquierda del bar—. Es más, reparten por las aldeas a primera hora de la mañana. Si dejas dicho donde vives y lo que quieres, te lo llevan a la puerta de casa.

Lo veo sorprendido.

—Será si no llueve —pronuncia despacio, pensativo—. Y eso reduce los días de reparto a…

—Seguro que la casa de los artistas tiene un lugar para colgar la bolsiña —le corto. Trato de hablarle todo el rato en castellano, como él.

—¿La casa de los artistas?

Hostia, me he delatado.

—Vives allí, ¿no? —arriesgo o, mejor dicho, mi subconsciente lo hace. En esa pregunta van implícitas muchas cosas. Vivir, que no estar, es un verbo mucho más comprometido—. Al lado de Maruxa.

Estrecha los ojos y empieza a asentir. Debe de pensar que soy un puto acosador, porque este chico no sabe que en las aldeas no hay secretos, que corren como la pólvora, aunque sean falsos, y si no que se lo digan a mi padre.

—Sí, era de mis abuelos —se pronuncia despacio, otra vez. Supongo que está valorando si soy alguien de fiar para contarle esa información.

Interesante.

—Eres el escritor.

No me pidas que te diga por qué sé que el nieto de los artistas es escritor. La respuesta es bastante obvia: mi padre nos ha puesto toda la vida al día de lo que se cuece en la aldea y alrededores. De esa casa salieron todos versados en el arte, de ahí el nombre. La señora Fina era cantante de Fados portugueses, buenísima, la Chula de Bicos, la llamaban. Su marido era ebanista, uno bueno, uno con alma. Mis padres tienen muebles suyos en casa que son verdaderas obras de arte. El hijo también lo era, no ebanista, era pintor y escultor, y por lo que sé se casó con una actriz de teatro. Que el hijo saliera escritor no fue una sorpresa para nadie, creo que nunca lo conocí. Fíjate que si hago memoria puede que alguna vez lo viera en la playa, de lejos, con sus padres o abuelos, pero no tengo el recuerdo de que se acercara a los chavales de la aldea.

—Te controlas a los habitantes y su descendencia.

—Lo justo. —Dejo que piense lo obvio. Tengo un bar, es imposible no estar al día.

—Entonces, ¿dices que puedo sacarme un bono en la panadería para que me traigan el pan?

«Un bono», aprieto los dientes para que no me salga la carcajada.

—Sí, puedes pedir que te lo dejen cada mañana, durante el tiempo que quieras.

—Gracias…

—Amil —me presento.

Dudo que no sepa que me llamo así porque las veces que ha estado por aquí, aunque no haya hablado, habrá escuchado cómo me llaman.

—Jano. —Lanza su mano por encima de la barra y me limpio la mía en el trapo para saludarlo. No me da un apretón fuerte, simplemente me la estrecha y sonríe, enseñando una dentadura bonita, con una paleta un poco mellada.

No aparta la vista, y… lo siento, lo sé. Deja caer los párpados un segundo y al volver a dirigir su vista a mis ojos su sonrisa se ensancha, muestra unas arrugas en las comisuras de la boca y de los ojos que lo hacen más de verdad.

Más de verdad… ¿en serio he pensado eso? Igual debería salir a follar en plan redada o algo, porque no estar con Álex me afecta a la polla. No tengo ninguna duda de que esto que me pasa es que el deseo a veces se abre paso porque lo retengo demasiado. Bueno, es eso y que he entendido que con Jano… con Jano podría, o eso me ha parecido.

—Te veo —se despide otra vez.

Se da la vuelta y hace que me fije, como la mayoría de las veces, en esa cicatriz que luce en la cabeza, justo en la parte de atrás. Ese corte de pelo, casi rapado, la muestra sin ocultar su recorrido. Me pregunto cómo se la haría. ¿Sería un trasto cuando era pequeño? ¿o se la hizo de más mayor?

Y llámame loco, pero ese «te veo», me ha gustado mucho más que su habitual «nos vemos». Es como más para mí. Y me recuerda a esa forma en la que los de la peli Avatar se dicen tantas cosas, es más que un te he visto. Me vuela la cabeza y lo descarto. Esto de ver pelis de madrugada, cuando llego de trabajar los fines de semana, hace que las archive en el cerebro de forma extraña y aparezcan estas notas mentales tan absurdas.

Desaparece por la puerta, con su tipillo de corredor, alto y fibroso, y a mí se me escapa una carcajada a la par que entra mi hermano.

«¿Qué hostias me pasa? ¿Me quiero zumbar al escritor?».

—Me llevo tres cafés —exige Aldán sin dejar de mirar el móvil.

—¿No te tomas el tuyo aquí? —Me parece hasta raro.

—No tengo tiempo. —No ha levantado la vista de la pantalla.

—¿En qué andas?

Entonces me mira.

—Ya localicé un coche.

Es mi hermano mayor, el que se hace cargo de la panadería junto con mis padres, y tuvo un accidente de coche hace dos meses. Nada grave, a él no le pasó nada, eso sí, el coche quedó destrozado, y no sabe vivir sin uno. Anda con el de mi padre, con el mío, con el de mi hermana… Pero no siempre se lo dejamos porque es un flipado. Qué le vamos a hacer, hay que quererlo así.

—Mira.

Me enseña un Renault Megane preparado y, aparentemente, en muy buen estado.

—Está tuneado de más. —Le digo abriendo mucho los ojos.

Con mi comentario trato de no mostrar de verdad lo que pienso. Que me parece un coche de poligonero venido a menos.

—Es acojonante. ¿No te gusta?

—Es a ti a quien tiene que gustarte. —Gran frase que no te compromete a nada y deja a la gente bastante satisfecha si no te paras a analizarla, claro. Es el equivalente al «es simpático», cuando a quien te refieres es feo.

Dejo dos cafés con leche en vaso y un cortado.

—A mí me flipa, meu[xiii].

Se dedica a pasar fotos delante de mí, casi sin dejarme ver lo que hay. En un movimiento, que dudo que sea consciente, coge el vasito con el cortado y se lo bebe. Sin azúcar, sin ceremonia. Por eso me parecía raro que pidiera los tres para llevar.

—Mamá pregunta si vas a venir a comer mañana —lo suelta sin apartar la vista del coche que ya tiene en mente.

—Le dije que sí, cuando recogí el pan, no cambié de opinión —le respondo con tono cansado. Mi familia, a veces, es un poco pesada con estos temas de las comidas.

—Me piro. —Y no entiendo por qué me pregunta nada si el tonto de las pelotas no me ha hecho caso.

Que sí, que lo quiero, aunque a veces es un tonto de las pelotas.

Coge los cafés.

—Aldán —le llamo procesando un poco la información que me ha dado. Se vuelve—. Y el coche ¿de dónde es?

—Es un tío asturiano, me lo traen hasta casa. Se dedica a esto.

—Estás decidido.

—Lo estoy, meu. Es la hostia.

Se va. A veces pienso que en realidad tiene diez años menos que yo y no dos más. Somos la cara y la cruz. La verdad es que tengo más cosas en común con mi hermana que con él.

 

 

5 JANO

Miro por la ventana de mi habitación, que hoy haya sol es un lujo. He salido a correr y qué gusto no volver a casa empapado hasta los calcetines. No parece que tenga pinta de volver a llover. Joder, le temo demasiado al temporal arraigado a estas tierras.

Después de tres semanas aquí puede decirse que me he convertido en un ermitaño. No me había dado cuenta de que lo necesitara tanto, ha sido muy positivo aislarme del ruido de mi alrededor y concentrarme en lo que yo estaba diciéndome. Puede que no solo precisara tomar distancia con Jaime. Miro de reojo el móvil sobre el escritorio, al lado del portátil; mi editor se está volviendo loco, ni le cojo el teléfono ni le he contestado a los mensajes. Y no porque en algún momento no me hayan dado ganas, tampoco me martirizo por ello, a pesar de haber tenido la tentación, no lo he hecho, he resistido. El problema de esta soledad autoimpuesta es que los recuerdos son muy putos, y a veces vienen para golpearte con fuerza cuando ni siquiera eres consciente de que estás recordando. De hecho, se repite con asiduidad la primera vez que nos besamos.

No sé cuántas reuniones habíamos tenido desde mi llegada a la editorial. Jaime se presentó un día, a través de las redes, porque le había encantado mi libro y lo querían en sus filas, y desde ese momento hasta ahora. Aquella tarde, después de hablar sobre la posibilidad de hacer una gira de firmas fuera de España, y con la sensación de haber perdido la cuenta de las miradas entre nosotros que decían más que cualquier palabra pronunciada, cerró la puerta de su despacho después de que la jefa de marketing lo abandonara, y antes de que yo saliera. Sin saber qué estaba pasando, sentí su empujón contra la puerta y acto seguido su hambre. Fue un beso que se me tragó por completo y me dejó un jadeo agónico en la garganta. En cuanto respondí, loco de ganas porque quería hacerlo cada vez que había compartido oxígeno con él, se arrodilló y me hizo una mamada. Se me tragó entero, sí, ahí también.

Joder…

Menos mal que no he claudicado con los mensajes, a ver si se da por aludido y me deja en paz. A veces, cuando me recuerdo en esas situaciones con Jaime, practicando un sexo descarnado, hasta me siento sucio. No lo había pensado hasta ahora, supongo que alejarme me da esta perspectiva. Pero, a pesar de que a veces me dan ganas de dejarme caer y volver, me doy cuenta de que me estaba perdiendo en ese camino, o que quizá ya estuviera perdido. Seis años con él… son demasiados años. Mi entrega ha sido casi obsesiva, porque no, no he estado con nadie más, y sentirme ahora tan atado y amordazado con esa relación me provoca una autocompasión asfixiante.

Durante estas tres semanas he pensado mucho. Debo hablar con la editorial, tengo que hacerlo directamente con Carlos, el director ejecutivo, porque quiero un editor nuevo. No me apetece verle la puta cara a Jaime cada día cuando vuelva. Sí, si de algo me han servido estos días aquí es para saber que voy a volver, que aquí no está mi vida, que, a pesar de que me viene bien desconectar y he empezado a darle forma a una historia, que no va tan rápido como me gustaría, mi vida está allí.

Si es que donde tengas la olla no metas la polla, me lo ha dicho Bruno desde siempre y eso es verdad. También es verdad que se me olvidaba cada vez que Jaime me comía la boca o lo que le pillara a mano. Si es que lo pienso y me empalmo. La dicotomía que me provoca, la excitación y el rechazo… voy a volverme loco. No lo quiero en mi vida. Necesito que desaparezca, y puede que lo que estoy haciendo no sea suficiente.

Bajo las escaleras, quiero dejar de pensar en Jaime, lo que me lleva a la conversación con mi madre, la de anoche, en la que me dijo que si prolongo mi estancia por estas tierras me vendrá a ver. Echa de menos Galicia, recuerda muchos viajes aquí y, aunque nunca estuvimos periodos muy largos con los abuelos, los momentos con ellos en esta casa siempre le evocan felicidad.

Recuerdo mi infancia aquí. Pasábamos algún fin de semana, de paso, para bajar a Portugal o irnos de ruta. Las Navidades también veníamos, pero no todas, a veces Reyes, a veces Noche Buena. Las vacaciones con mis padres nunca fueron de quedarnos en un lugar y estar, pero los recuerdos en este lugar son imborrables. Si cierro los ojos todavía puedo evocar el recuerdo de mi abuela cantando. Era cantante de fados, lo hacía sin darse cuenta. De repente, su voz me llegaba desde algún punto de la casa y me hacía sonreír, dejaba incluso de jugar o de leer, y la escuchaba, porque cuando hacía la intención de cantar era buena, estremecía la piel de todo aquel que oía la voz clara de la Chula de Bicos, pero cuando lo hacía sin querer, mientras cocinaba o faenaba en casa, era ambrosía, como decía mi abuelo, sentimiento puro coloreando los matices de su voz. Cuando murió no me extrañó que mi abuelo también lo hiciera, a los pocos meses, de tristeza por su falta, porque la vida en esta casa la insuflaba ella, Fina, con su alegría, su canto y su amor por todo lo que hacía. A pesar de sus años en Galicia, nunca perdió el acento portugués; sus erres antes de otras consonantes sonaban tan bonitas…

No puedo evitar suspirar y sonreír cuando la recuerdo.

Aprovechando que hoy hace bueno, por fin, porque nunca pensé que iba a echar de menos tanto el sol, voy a adecentar la mesa que hay bajo la parra. Así que salgo a la huerta y miro a mi alrededor. Gracias a Abilio esto no luce como una selva. Volvió hace cuatro días a pasar una desbrozadora. Le ayudé. Aunque soy bastante inútil con los trabajos de campo, ir apilando los hierbajos altos no es que tenga mucha ciencia. Sacaré las sillas, para limpiarlas y comer ahí, que se me antoja como un lujo. Por cierto, ya controlo los hornillos del gas. Sé que soy nulo con los temas culinarios, y que lo del gas me ha pillado de nuevo, pero qué le voy a hacer, la vitrocerámica y la inducción es lo que he manejado siempre, y el tema de quemarme… poca gracia me hace.

Con decir que no he encendido la chimenea ni un solo día, más que el primero que Abilio me la dejó prendida, lo digo todo. A ver si voy a preparar un incendio épico.  Y no ha sido porque la casa no necesitara algo de calor, que la humedad está hasta en las sábanas, pero no me he arriesgado, y ahora que ya casi es junio, espero que no sea necesario. Tengo todas las ventanas abiertas para que entre ese calor que comienza a lamer la casa con los rayos del sol impactando de pleno. Qué bueno es el sol.

Inspiro y, cerrando los ojos, echo la cabeza hacia atrás.

Me acuerdo de cuando Amil me ha traído el café esta mañana.

Amil, ya sabía que se llamaba así, pero quería que se presentara él, que fuera algo entre los dos. Bah, no sé por qué, puede que como es el único, junto con Maruxa y Abilio, que ha sido una constante en estos días. Presentarnos ha sido como cerrar una especie de cercanía. Y no, no voy a darle importancia a esa mirada, ese momento que hemos sostenido de apenas segundos, en los que he notado… Bah, no he notado nada.

Me froto la cabeza, que ya necesita un corte de pelo, y voy hacia el cobertizo donde he visto que hay sillas e incluso una hamaca de cuerdas, de las que se ata por sus extremos a los árboles para dejarla suspendida en el aire. A ver si soy capaz de hacer algo decente para pasar el rato en esta parte de la casa.

Antes de subir he pasado por delante de la panadería, menudo gilipollas soy, creo que era la única calle que me quedaba por mirar de la aldea y, efectivamente, ahí estaba. Mañana bajaré a comprar pan y les diré que me lo dejen en la puerta si es que eso es posible, porque me ha sonado un poco raro eso del bono. A ver por qué esta gente va a fiarse de un extraño, supongo que habrá que pagarlo por adelantado o… bueno, ya iré mañana.

Justo cuando voy a meterme en la casa veo a alguien en la puerta de fuera a punto de llamar al timbre. No lo hace y levanta la mano, es una chica.

—¿Hola? —pregunta.

—Hola —respondo, y me acerco.

—Soy la hija de Maruxa, te traigo empanada. —Me muestra una bandeja del tamaño del horno, lo de las cantidades en este lugar me sacan de mi zona de confort.

—¿Toda entera?

—Sí, claro, hizo masa y mexunxe de más y… bueno, que mi madre es así.

—Ya… —Trato de no reírme, pero me sonrío sin querer—. Dile a Maruxa que muchas gracias, con ella es imposible pasar hambre.

—No, oh… Ni lo intentes. Soy Nuria, y me vas a ver bastante, porque desde ahora hasta septiembre me vengo a vivir aquí con mis padres. Cuando llega esta temporada siempre lo hago. Aunque tenga que ir y venir a Santiago a trabajar cada día, me compensa —lo dice con una alegría contagiosa, como si esto fuera algo que espera durante todo el año.

—Vaya, me alegro. Soy Jano.

Me deja un poco sin saber qué decir ante tanta información, podría contarle la razón por la que ella también va a verme por aquí.

—Sí, el nieto de los artistas, lo sé, mi madre ya me puso al día. Te advierto que no seré la única, probablemente lo haya hecho con otros tantos más de la aldea, así que no esperes que no te conozcan. —Se ríe, y yo lo hago con ella, no puedo no hacerlo, ni siquiera me molesta saber que Maruxa habla de mi llegada con los aldeanos.

—No me he cruzado con mucha gente —le informo, no sé cuál es la magnitud ni el alcance de las noticias que Maruxa ha hecho correr, bueno, si lo pienso, Amil ya me tenía controlado.

—La lluvia, pero ahora que empezamos a salir del cascarón, vas a ver. Bueno, me voy a comer, que hay otra de estas esperando en casa. —La señala y hace un gesto con ese mismo dedo indicando que va a salir por la puerta.

—Que te aproveche.

—Lo mismo digo, Jano… —Se queda pensativa un segundo, se golpea la barbilla y me señala.

La veo marchar y me doy la vuelta para meter la empanada en la cocina, que sigue caliente.

 

Después de comer, en la huerta bajo la parra, cojo el libro que estoy leyendo y el móvil para tumbarme en la hamaca. Quiero descansar un rato, me encanta echarme la siesta sin tiempo, y aquí me sobra.

Hay un mensaje de Jaime. Otro más.

Solo me pide hablar, y hay un audio que no escucho. Entonces la pantalla cambia y veo el nombre de Miguel en ella.

Descuelgo, hablé con él hace cuatro días, y me parece raro.

—¿Cómo está el anacoreta? ¿Has encontrado la inspiración? —Se carcajea, pero sé que lo hace con cariño, no es para nada con intención de mofa, porque Miguel es así, siempre de cachondeo.

—No sé si puedo decir que sí, hace tres días que he empezado con algo, pero… no sé —dudo. Cruzo el brazo sobre mis ojos. Se me abre la boca en un perezoso bostezo, pero lo oculto para que él no me escuche.

—Estamos pensando en hacerte una visita.

Mi mente, algo adormilada, tarda en procesar lo que me ha dicho unos segundos.

—¿En serio? —Abro los ojos de golpe.

Me parece una idea tan genial, tenerlos aquí conmigo unos días, que no lo puedo esconder. Creo que se ha notado en mi tono de voz.

—Si no molestamos. Bruno ha dicho que si lo necesitas debemos respetar tu soledad. Por eso no se atrevía él a proponértelo, de hecho, solo te estoy tanteando, no sé si has notado mi sutileza.

Suelto una carcajada, qué Miguel es, joder…

Entiendo el porqué de Bruno y su reticencia. Es el único que sabe lo de Jaime, el único que lo sabe desde el principio, además, y el que sabe la razón real de mi estancia indefinida en Bicos.

—No molestáis, no interrumpís nada, porque no estoy haciendo nada —respondo, convencido de que me va a venir muy bien su compañía, incluso siento que los echo de menos. En Madrid quedamos todas las semanas para tomar una cerveza o cenar, sacamos tiempo de donde sea. Es una norma no escrita entre nosotros que tratamos de cumplir.

—Joder, ¿y no te aburres? —Me hace gracia que me lo vuelva a preguntar, también lo hizo en nuestra última conversación, cuando hablamos durante un rato y me puso al día de la semana de mierda que llevaba en el gimnasio, Miguel es entrenador personal.

—Creo que buscaba aburrirme, ¿crees que tiene sentido? —Con Miguel no suelo ser tan metafísico, porque pocas veces resulta, pero no he podido evitar soltarlo, porque lo siento así.

Se queda callado.

—No. —Me río, y él también—. A ver, tío, para mí no, pero tú eres escritor y a saber lo que tiene sentido para ti.

Me río de nuevo y encauzo el tema principal:

—Entonces, los planes son…

—Va a hacer bueno durante el resto de la semana y habíamos pensado en ir mañana o pasado —lo comenta tranquilo, como si no fuera una bomba.

—¿Ya? —A ver, que no es que tenga nada que hacer, pero no me esperaba una visita tan inminente.

—O no —duda.

—No, joder, que me parece bien. —Claro que me lo parece, aunque me haya pillado desprevenido—. Por mí perfecto, me tendréis que echar una mano para preparar la casa, tengo que mirar si hay para hacer más camas…

Mi cabeza empieza a cubicar cómo distribuirnos, las habitaciones, que están cerradas, tendré que mirar si son habitables, que excepto el primer día para inspeccionar, no he entrado en ninguna para nada.

—O nos pillamos un hotel, Jano, que no hay puto problema con eso —resuelve, como si ya lo hubieran contemplado.

—Lo sé, pero aquí hay una casa con tres habitaciones libres, son cinco camas, no me digas que no es el absurdo del siglo que os pilléis un hotel en el pueblo.

—No es tan descabellado, que no queremos interrumpir lo que sea que necesitas para centrarte en tu libro, las musas, los musos, el libre albedrío que hace que se junten las letras… Yo qué sé, el caso es que no queremos molestar, solo verte y estar contigo.

Miguel es un atolondrado, pero tiene un corazón que no le cabe en el pecho.

—Qué dices, tío, nada de eso. Además, aquí en Vilar de Bicos no sé si hay algún alojamiento rural, tendríais que iros a Bicos.

—Y eso, ¿está lejos? —pregunta con interés, ese que me dice que de verdad han considerado la opción de dormir fuera de casa.

—Nada, si apenas hay que cruzar un poco más allá del cabo, que está todo seguido. Pero que no se hable más, que os quedáis aquí.

Voy a tirar de Maruxa para habilitar las habitaciones. Lo mejor va a ser que me eche una mano. Esa mujer es una santa.

 

HAZTE CON SIESTA PARA DOS

 

 

[i][i] Ai fillo: (gallego) Ay, hijo.[i]

[ii] Vas morrer: (gallego) Vas a morir.

[iii]Rapaz: (gallego) Chico.

[iv]Lareira: (gallego) Chimenea, hogar.

[v]Arre carallo: (gallego) Maldición.

[vi] Fanfanucha: (gallego) coño (órgano genital femenino).

[vii] Ghosting: (inglés) Se traduce como hacerse el fantasma, desaparecer de repente sin dar explicaciones.

[viii] Psicothriller: (inglés) Suspense psicológico.

[ix] Fillo: (gallego) hijo.

[x] https://open.spotify.com/album/2LT6EIF6xZIusESMbuH2GT?si=S1gxexeGQRelZDMZ6Q-jEw

[xi] Quente: (gallego) caliente.

[xii] O Forno deTabuia: El horno de Tabuia.

[xiii] Meu: (gallego) traducción literal: mío. Coloquiamente aquí se usa como amigo, hermano, tío, colega.

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